El Viático.
En mi niñez, cuando un najerino se encontraba muy
enfermo, no sé bien si por mandato de los familiares o de la iglesia, era
visitado por un cura y dos monaguillos para darle el Viático o la
extremaunción, como ustedes quieran, lectores míos, que no era otra cosa que
rezarle unos padrenuestros y bendecirlo con agua bendita al son de una
campanilla, para que cuando la parca viniera a por él, lo encontrara limpio de
todos los pecados que en vida hubiera podido cometer, y los serafines lo
condujeran directamente al Cielo, a sentarse a la derecha de Dios Padre, tal y
como nos indicaba el catecismo. En el recorrido desde la iglesia hasta el
domicilio del enfermo, todo el que se tropezaba con nosotros se postraba
reverencialmente, al tiempo que se santiguaba. Y digo “nosotros”, porque yo he
asistido a muchos Viáticos a pesar de que ahora mismo, a la hora de teclear
estas líneas, no cese de preguntarme cómo coño era posible que yo estuviera en
misa y en la procesión al mismo tiempo. Es decir, que el Viático, en muchísimos
de los casos se daba en horas de colegio, por lo que me resulta dificilísimo
comprender mi asistencia a ellos. -Alguna “picia” he hecho, pero tantas.- Al
margen de esta interrogante, recuerdo que en una ocasión, estando enfermo mi
abuelo “Morgón”, a Paraguayín y a mí no se nos ocurrió mejor cosa para matar el
rato que ir a su casa a darle el Viático. Cuando llegamos a ella con todo el
material litúrgico bien escondido, le dijimos a mi abuela Sofía que íbamos a
visitar al abuelo, por lo que ella, tras besarnos con ternura, se desentendió
de nosotros y siguió a lo suyo en la cocina. Al observar que tardábamos, se
dirigió a la habitación y se quedó totalmente lívida al sorprendernos a los dos
arrodillados, uno a cada lado de la cama, con dos grandes velas encendidas, las
estolas en el cuello y el misal y la campanilla en las manos, dándole el
Viático a su marido, como si antes de que muriera, ya quisiéramos enterrárselo.
La reacción primera de mi abuela fue la de gritarnos con gesto severo, pero
casi al instante, riéndose disimuladamente -parece que la estoy viendo con
aquella preciosa cabellera blanca como la nieve, moviéndose de arriba abajo,
mientras su dulce barbillita bailaba en su linda cara rítmicamente-, nos
despachó a los dos de la habitación y nos sirvió un caldito calentito en la
cocina, para agradecernos nuestra buena intención, pues, al fin y al cabo, fue
eso lo que nos movió a llevar a cabo semejante acción: la noble intención de
que mi abuelo muriera en la gracia de Dios. Cuando nuestros ancianos morían,
eran llevados a hombros desde su domicilio hasta la iglesia y desde ésta hasta
el cementerio con una solemnidad increíble. Todo el mundo se prestaba a ello.
Pero antes de eso, como morían en sus casas, eran velados allí mismo por
cantidad de familiares, vecinos y amigos que, entre copita de anís o moscatel y
mantecados, iban repasando sus vidas, poniéndose al corriente de todos los
pormenores, hasta la hora del sepelio. Si el difunto había sido músico, como
era el caso de mi abuelo, la Banda Municipal de Música interpretaba para él,
como homenaje último, la Marcha Fúnebre durante todo el trayecto.