Desde muy pequeñito,
siendo casi un niño, no sé si por instinto aventurero o por querer matar el
hambre, abandonaba yo mi hogar muy tempranito y me colaba por la abertura de
una de las onzas de chocolate que tenían antes las puertas de la calle, y me
metía en la cama de mi vecina Concha, que era mi segunda madre, a aprovecharme
del calorcito que había dejado en ella Modesto, su marido -que en gloria esté-,
a la espera de que me diera después, para desayunar, un gran tazón de leche. Cuando
arreglaron la puerta, medio en pelotas en la calle, me ponía a llamarla
lloriqueando, hasta que se levantaba de la cama y bajaba a por mí con una manta
para arroparme. Por la tarde, a la hora de merendar, pasaba donde mi otra
vecina y tercera madre, la Águeda -que en gloria esté también-, en busca de una
rebanada de pan rociada de vino y espolvoreada de azúcar que me sabía a gloria
bendita, y, después de zampármela en un abrir y cerrar de ojos, volvía a mi
casa a pedirle a mi primera madre, mi Celineta del alma, el gigantesco trozo de
pan con las dos onzas de chocolate que cada tarde me metía entre pecho y
espalda. Al anochecer, cuando oía ruido de pucheros y sartenes e intuía que la
Águeda iba a prepararles a los suyos las patatas fritas con huevos, mi cena
favorita, entraba sigilosamente en su casa y me escondía debajo de una cama
hasta que las patatas estuvieran servidas en los platos, para salir de mi
escondite veloz cual el rayo, y comenzar a zampármelas antes de que Demetrio,
Daniel, Vitín y la Toñi se sentaran a la
mesa a ver caer los huevos fritos sobre ellas. La Águeda, que de sobra conocía
mis mañas, ponía una ración más como el que no quiere la cosa, y dejaba que yo
me las comiera, cual si ella no se diera cuenta. Cuando me había puesto como el
Quico -si se descuidaban los dejaba a todos sin cena-, me besaba dulcemente y,
con una sincera, bendita y luminosa sonrisa, me enviaba a mi casa con mi
querida Celineta. Y así anduve durante años, de cama a cama y de jala a jala, y
duermo y jalo porque me toca, como los puentes del juego de la Oca, hasta que,
al trasladarnos mi familia y yo a otra casa, se acabaron para siempre los días
de pan con vino y azúcar, aunque no cesaron nunca, empero, los sentimientos de
sincero e infinito amor. Cuando Águeda y Concha se subieron con los suyos a
vivir al barrio de Wichita, y aparecía yo por allí repartiendo cartas, ambas se
deshacían en cumplidos conmigo, invitándome a desayunar mientras a escondidas
me metían algunas galletas, mantecados o magdalenas en el bolsillo. Ahora
mismo, después de tantos años, no sería capaz de pasar por ese barrio sin
entrar a mi querida Concha, y recordar cariñosamente a mi no menos querida
Águeda, que el Señor se llevó a los cielos, para que compartiera con Él su
celestial mesa.