Afiladores,
estañadores y paragüeros.
En aquellos años era
frecuentísimo encontrarte por las calles najerinas a los afiladores y a los
estañadores y paragüeros, reclamando nuestra atención para que, por un módico
precio, dejaran nuestros utensilios como nuevos. Los afiladores, venidos de
tierras gallegas, si mal no recuerdo, iban con su bicicleta en una mano y un
curioso silbato en la otra, que hacían sonar casi ininterrumpidamente de un
modo tan peculiar, que era imposible confundirlos, para que nuestras madres les
bajaran a afilar las desgastadas tijeras y los castigados cuchillos. Cuando
esto ocurría, el afilador colocaba la estructura metálica -parecida a una gran
parrilla de bici- bajo la rueda trasera de su bicicleta, para que esta quedara
en el aire, y colocaba una polea que iba desde la rueda hasta la piedra de
afilar, que estaba situada en el manillar, y comenzaba a pedalear sin parar
mientras pasaba por la piedra el cuchillo o la tijera, despidiendo infinidad de
aquellas chispas que tanto alborozo causaban en nosotros. Mientras
desarrollaban esta labor, siempre silbaban alguna canción, meneándose la gorra
de arriba debajo de cuando en cuando, hasta acabar la operación. Después de
haber recorrido todas las callejuelas de la ciudad ofreciendo sus servicios a
nuestras madres, se encaminaban hacia las carnicerías y pescaderías que había
en la Calle Mayor, con la esperanza de que los cuchillos de grandes dimensiones
y los machetes que utilizaban en estos negocios para descuartizar carnes y
pescados, les proporcionaran una ganancia mayor. Aunque en Nájera teníamos al
señor “Perrella” -perdonen que no recuerde su nombre- para estañar nuestras
cazuelas y pucheros, era muy frecuente ver por nuestras calles a los típicos
estañadores -quinquis o mercheros, como ustedes quieran-, que nos ofrecían
arreglar por cuatro reales cazuelas, pucheros, paraguas, jergones y todo
aquello que tuviéramos roto. Venían siempre en familia y cuando alguna de
nuestras madres requería sus servicios, se sentaban informalmente en el suelo
y, tras desplegar por doquier todo el instrumental, se ponían a estañar o
colocar barillas sin desmayo, hasta dejar aquello que les había sido confiado
como nuevo. Después, como nómadas que eran, desaparecían de nuestra ciudad sin
que nos diéramos cuenta, y se dedicaban a recorrer los pueblos ofreciendo sus
servicios, con la única pretensión de ganarse cada día el sustento. Y hablando
de cazuelas y pucheros, he de decirles también que, sobre todo en verano, para
librarnos de la obligada y fastidiosa siesta y poder quedarnos toda la tarde en
nuestro bienamado Najerilla, nos ofrecíamos voluntarios a diario para ir a
arenarlos en sus límpidas aguas, con aquella mezcla de arena y cascajo menudo
que hacía de estropajo.