Fotografía coloreada por mi buen Amigo Benjamín. |
La
caseta de la Leo.
Aunque durante años
hubo en nuestra ciudad hasta tres casetas de chochos: la de la señora Manuela,
que más tarde atendería la señora Eufemia; la de la Gerarda, donde se vendían
unas gigantescas y sabrosísimas bombas -esta fue muy efímera-, y la de la Leo, fue esta última la que más aguantó en el implacable y desigual combate de la
vida, manejando a toda la chiquillería najerina con mano firme y corazón
tierno. Leonor Gredilla Azofra, que así es como se llamaba mi querida y siempre
recordada Leo. Bajaba de su casa muy de mañanita, agarrada del amoroso brazo de
su madre Elvira -era impedida-, quien a su vez portaba en el otro brazo una
sillita de anea en la que su querida hija estaría sentada todo el día, a abrir
la caseta en la que, a pesar de sus reducidas dimensiones -sería poco más que
un confesonario-, tenía todas las chucherías que pudiera demandar la ruidosa y
agobiante chiquillería. La señora Elvira, tras dejar convenientemente
apoyada a la Leo en una de las columnas
del soportal donde estuvieron ubicadas las casetas, abría la pequeña puerta
trasera de la suya, levantaba la mitad del tablero frontal, que hacía de tejadillo,
colocaba la silla en el centro, y ayudaba a sentarse en ella a su hija. Una vez
sentadita, la Leo comenzaba a colocar meticulosamente sobre el tablero que
hacía de mesa -una mitad se subía y otra se bajaba-, en cajitas de plástico y
de madera, las chocolatinas Hueso; las lágrimas de naranja, limón y menta: los
regalices rojos y negros -en ocasiones los tenía de raíces-; los caramelos; las
pilongas; los chicles Dunkin, Douglas, Adams y Cosmos, además de las rueditas
estriadas de Bazoka; los chupachups -o como se ponga-; las aspirinas; el pica
pica; los pepinillos y las cebolletas, y todo lo que imaginarse pueda. En los
costados de la caseta, a izquierda y derecha, colocaba las gafitas de sol; los
bolsitos y carteras; las cámaras de fotos; las pistolas de agua y de pistones;
los cordelitos de plástico de colores para hacer los llaveros; las tiras de
pistones; los álbumes de cromos y los tebeos colgados de unas cuerdas. Cuando
lo tenía todo listo, pensando que nadie la veía, sacaba el espejito, el pinta
labios, el pinta uñas, el colorete y el peine del neceser que siempre llevaba
con ella, y comenzaba a pintarse los labios y las uñas, a darse coloretes y a
repasarse el peinado, mirándose de hito en hito en su espejito -era muy
coqueta- para ver si estaba guapa y comenzar así, como Dios manda, el día.
Luego, encendía elegantemente un cigarrillo rubio, y, metidita en su humilde
caseta, mientras esperaba la llegada de la chiquillería, entre calada y calada,
iba fumándose la vida. Cuando los niños salíamos del colegio y teníamos en los
bolsillos algo de dinero, íbamos en desbandada a su caseta exigiendo como
auténticas fieras que nos sirviera a todos a la vez, creando con ello un
verdadero caos, que los artistas de turno aprovechaban para mangarle algo que
comer. Entonces la Leo, frunciendo el ceño, sacaba su genio a relucir, y
metiéndonos cuatro chillos bien metidos, nos dejaba a todos convertidos en
inocentes e inofensivos bebés. Esta táctica, empero, muy a su pesar, de poco o
de nada le servía los domingos y festivos, cuando toda la chiquillería acudíamos
allí en tropel. Pero a los que tuvimos la fortuna de conocerla mejor; de
charlar pausadamente con ella; de intercambiar confidencias -y algún cigarrito
que otro cuando fuimos más mozos-; de compartir sus penas y alegrías; de saber
de sus sueños rotos, su fingido genio nunca nos engañó, porque enseguida
supimos de la grandeza de su noble corazón. Y nunca necesitamos mangarle nada,
porque cuando andábamos de dinero a dos velas -que era casi siempre-, nos
dejaba comprar al debo; y cuando nos faltaba un cromo para acabar la colección
con la que conseguir un balón, ella misma nos ayuda a obtenerlo; y cuando
teníamos algún problema gordo, se convertía en nuestro benévolo confesor. Desde
su humilde caseta nos lo dio todo, sin más aval que nuestra palabra de niños, y
sin esperar por ello favor. Seguro estoy, querida y recordada Leo, de que ahora
mismo, en algún lugar del Cielo, desde el interior de una hermosa caseta de
límpidas nubes, estás repartiendo generosamente tu infinito amor. Yo, por mi
parte, siempre os llevaré en mi agradecido corazón.