Las Semanas Santas de entonces, que para
nosotros comenzaban un mes antes, cuando Don Emilio nos llevaba en hilera de a
dos, cogiditos de la mano, desde el colegio San Fernando hasta la Parroquia de
Santa Cruz, para recibir en nuestras inmaculadas frentes la ceniza, dejaron en
mí una gran impronta por aquello de las carracas -para nosotros eran
“carraclas”-, las nazarenas y las excursiones a los montes. Recuerdo que íbamos
un montón de niños recorriendo las calles de la ciudad, metiendo ruido a punta
pala con las carracas, como si en lugar de anunciar los oficios -no se podían
tocar las campanas-, quisiéramos despertar a todo el pueblo de un eterno
letargo, y nos lo pasábamos como los indios articulando nuestras pequeñas
muñecas para que las manillas o agarraderas que la tabla llevaba invertidas a
ambos lados, golpearan ininterrumpidamente contra ella haciendo todo el ruido
posible, pues, al cabo, las carracas estaban concebidas para causar estrépito,
y nosotros prestos para dar la lata. En las procesiones toda nuestra atención
se centraba en las nazarenas -seis u ocho- que, mientras la muchedumbre cantaba
aquello de “Llora la Virgen/ madre de
amor/ porque han matado a su hijo Dios”, y “Perdona a tu pueblo, Señor/ perdona
a tu pueblo/ perdónalo, Señor”, caminaban detrás de los pasos rigurosamente
enlutadas, con los pies descalzos y encadenados, para redimirse de no sé qué
pecados, causando en nosotros verdadero pavor. Como quiera que esos días la
radio -único entretenimiento que teníamos- interrumpía la emisión, nuestros
familiares venidos de fuera -acudían a nuestra ciudad cantidades ingentes de
visitantes, a pesar de no existir todavía eso que llaman “progreso”- nos
llevaban de excursión a los montes “Malpica”, “El Castillo” y “La Calavera”,
donde pasábamos horas inolvidables haciendo todo aquello que para nosotros
solos hubiera sido absolutamente inalcanzable. Finalmente, nos resultaba muy
curioso también, el hecho de que los bares, lugares muy iluminados donde
siempre había gentío, ruido y diversión, permanecieran a oscuras, vacíos y
silenciosos cuando pasaba la procesión.