Los
puentes de tabla.
Mediada la primavera,
Lucerico Mínguez y su brigada se disponían a construir cada año los entrañables
y añorados puentes de tabla que unirían las dos orillas del río durante los
meses de estío -si antes no se los llevaba alguna riada-, facilitando el
tránsito de los najerinos del casco antiguo al Paseo -solamente existía el
Puente de piedra-, y haciendo las delicias de todos los críos. Llegando el mes
de Mayo, todos estábamos expectantes por descubrir cuándo se producía el
acontecimiento. En cuanto alguno de nosotros veía que comenzaban a amontonar en
las traseras del barón los chopos recién pelados, las estacas, las tablas, los
puntales y los palos, y descargaban los caballetes, las mazas y todos los
útiles necesarios para el montaje, corría la voz por el colegio y nos
dirigíamos allí a toda velocidad a contemplar con impaciencia el milagro. Sin
dejarlos casi empezar, en cuanto habían construido un pequeño tramo -siempre
comenzaban clavando sobre las estacas los maderos recién pelados-, nos
lanzábamos haciendo equilibrios a conquistar la isleta de cascajo que el río
dejaba en el centro todos los años, resbalándonos y cayéndonos al agua las más
de las veces, pegándonos unas lomadas de espanto. Una vez construido el primer
tramo, despreciando los exabruptos que recibíamos por estar estorbando, nos
juntábamos todos en la isleta esperando ansiosos el comienzo del segundo
siempre se ponían dos tramos de puente-, para ver quién de nosotros era el
primero en llegar a la otra orilla sano y salvo, antes de que Lucerico y su
brigada clavaran las tablas sobre los maderos, dejando expedito el paso. Cuando
ya estaban terminados, como para nosotros no tenía ningún mérito el cruzarlos,
nos metíamos debajo a verles las bragas a las chicas que pasaban, por las
generosas rajas que entre tabla y tabla la brigada de Lucerico había dejado. En
una ocasión, hallándose Lucerico en plena faena, una riada extemporánea de las
que solían preparase en cuestión de minutos en aquella época, se lo llevó con
puente y todo a hacer puñetas, y tuvieron que rescatarlo desde la barandilla
del Puente de Piedra, colgado de unas cuerdas. Hechos como éste -llevarse los
puentes una riada- ocurrían un año sí y otro también, ya que antes de quitarlos
en el otoño, el Najerilla nos jugaba alguna mala pasada. Por lo demás, los
puentes de tabla, a pesar de su humildad, de su rudeza y zafiedad, formaron
parte de nuestras vidas, impregnándolas de un toque poético, que jamás podremos
olvidar.