Abel Domingo, arreglando unos zapatos. Año 1.964 |
A mediados de
otoño, como mandaba la tradición, los najerinos celebrábamos cada año la
festividad de San Crispín, patrón de los zapateros, y todos los niños andábamos
como locos recorriéndonos las calles de la ciudad intentando mangar leña para
hacer una gran fogata al atardecer en la que asar, una vez extinguidas sus
terribles llamaradas, las patatas (robadas también) y zampárnoslas para cenar.
El peregrinaje era interminable y agotador,
porque casi todos los mayores honraban también al patrón comiendo patatas
asadas, y la leña, a pesar de ser Nájera una ciudad repleta de carpinterías y
serrerías, escaseaba, sobre todo la descuidada, la que podíamos mangar sin
dificultad. Lo de las patatas era diferente: cuatro de acá, cuatro de allá y
cuatro de acullá, enseguida nos hacíamos con un montón de ellas para comer
hasta reventar.
Como las fogatas,
lumbres u hogueras, como a ustedes les guste más, se hacían en cualquier lugar
(en aquellos años, además de haber muchos descampados en nuestra ciudad, las
calles y plazas eran casi todas de tierra y cascajo apisonado), al atardecer,
la ciudad entera ardía como la Roma que Nerón mandó quemar.
Cuando se había
quemado la leña, esparcíamos la montaña de ascuas con unos palos largos,
dejando una buena capa de ellas sobre el suelo, y poníamos en el centro las patatas,
tapándolas a continuación bien tapaditas con las ascuas que habíamos esparcido,
para que se asaran por todas las partes por igual.
A la hora de
comérnoslas, por aquello de que entonces sólo había de tramo en tramo de cada
calle y cada plaza una humilde bombilla, colgada del centro de un alambre
torpemente cruzado de fachada a fachada (esto si no estabas en un descampado),
y no se veía ni a jurar, las más de las veces nos las comíamos totalmente
abrasadas, llevándonos a la boca más carbón que patata; pero eso nos daba
igual, la cuestión era vivir la aventura de la hoguera, las patatas y la sal
(siempre había algún artista que presumía de saber hacer lumbre y después de
intentarlo cuarenta veces, lo teníamos que despachar), y el estar un montón de
niños de noche ciega cenando y charlando en hermandad.
Y lo que son las
cosas, queridos lectores, por más que nuestros padres siempre nos decían que si
andábamos con fuego nos mearíamos en la cama, ninguno de nosotros amanecía
mojado a la mañana siguiente de San Crispín.
Baste decir, para
finalizar, que además de las cantidades ingentes de fogatas que diseminadas
había por toda la ciudad, en casi todas las casas, bien fuera en el horno o en
la chapa de la cocina, nuestras madres y abuelas, para honrar a San Crispín,
asaban también patatas para cenar.
DE MI LIBRO “RECUERDOS DE INFANCIA”.