Un mes antes de que llegaran las fiestas de San Juan, ya estábamos toda
la chiquillería del pueblo silbándolas incansablemente, mientras nuestras
piernas temblaban arrítmicamente, y les habíamos enviado cartas a nuestros
familiares y amigos, invitándoles a que vinieran a pasarlas con nosotros. Para entonces ya habíamos hecho acopio de
paquetes de tabaco rubio: Tres carabelas, Camel y Bisonte, que habíamos ido
mangando donde la señora Ciriaca, y donde las hermanas Cerezo. Unas horas antes
del gran día, comprábamos atropellada y ruidosamente, botes de melocotón, pera
y piña en almíbar, y refrescos a tutiplén, para ir a merendárnoslos después de
las Vueltas, en cualquier huerta, chopera o en la Fuente La Estacada, hasta que
anocheciese. Cuando llegaba San Juan, día largamente anhelado y esperado por
todos nosotros, desde por la mañanita ya andábamos todo alborotados, observando
cómo los mayores se ponían morados de chuletas al sarmiento, con nuestras
viseras de cartón y nuestras trompetas de plástico, recién adquiridas en la
tenducha ambulante de “Revuelta”, feriante de Santo Domingo. Cuando comenzaban
las Vueltas, pletóricos de felicidad,
las dábamos bulliciosamente, sin atender mucho a los Músicos. Después, haciendo
grandes corros, nos dirigíamos, casi sin apercibirnos de ello, hacia el Puente
de Piedra, la Calle Mayor y la Plaza de España, cantando mil canciones del
folclore sanjuanero, totalmente ajenos a las notas de los Músicos. Cuando
llegábamos a la Plaza, nos tumbábamos en el abrasante suelo, y esperábamos a
que llegaran los mayores y los sufridos Músicos. Cuando lo hacían, dábamos otra
vez las vueltas, y nos marchábamos más que pitando a comer, para ir después a
dar buena cuenta de las frutas y de los refrescos. Y así pasábamos las fiestas
de San Juan, Cantores míos, cuando éramos pequeños.