Tomar la
fresca.
En los meses de estío, cuando nuestros padres iban a las
fábricas y a los talleres de carpintería montados en las flamantes bicicletas
BH y ORBEA, con la pinza colocadita estratégicamente en la pierna derecha del
ancho pantalón azul para que no se les manchara con la grasa de la cadena,
existía la hermosa costumbre de tomar la fresca, que no era sino un pretexto
para alargar las horas de asueto, incluidas las de después de la cena. A media
tarde -a las cinco y media-, cuando acallaban las tupíes, las cepilladoras y
las sierras, nuestros padres inundaban las calles y plazas, las huertas y
choperas, el río y sus riberas, disfrutando en perfecta comunión con la
naturaleza, de las maravillosas excelencias que les brindaba esta bendita
tierra. Unos lo hacían charlando, apoyados o sentados en las barandillas del
Puente de Piedra, pasando de cuando en cuando exhaustiva revista a algún buen
par de piernas. Otros en el río pescando truchas, zarpeños, cangrejos, bobas,
anguilas o lampreas. Los más, paseando plácidamente por el Paseo, las choperas
y las riberas, extasiados con la mezcolanza de sonidos y aromas. Había también,
quienes, además de disfrutar de todas esas maravillas, se iban a merendar a los
envases que se abrían en las bodegas que existían en las angostas callejuelas.
Y no faltaban quienes chiquiteaban por los bares mientras resolvían
ruidosamente los avatares de la liga. Todos, absolutamente todos, disfrutaban
de su tiempo libre sin prisa, saboreando cada momento, cada lugar como si el
día no fuera a acabarse nunca, mientras nosotros hacíamos lo propio, jugando en
la Plaza de España, al marro, al encuentro, al burro, al cantillo, a la soga y
a la ía, que no era precisamente tomar la fresca, pero era lo que nos divertía.
Por las noches, después de cenar, grandes y pequeños bajábamos a los portales
con bancas y sillas, y mientras nuestros padres charlaban pausadamente,
disfrutando de la quietud y la dicha, y nuestras abuelas se batían el cobre
alrededor de una mesa camilla jugándose a la brisca la perra chica, nosotros
soltábamos a los cerdos de las pocilgas y jugábamos con ellos a las carreras
-qué palazos les metíamos en las costillas- antes de que se zamparan el caldero
de berza, harina y patatas cocidas. Después, cuando la fresca se iba -lo que
nos pudo costar saber quién era esa tal fresca que se iba y venía cuando
nuestros padres querían-, todos nos metíamos en la cama felices y contentos y
dormíamos a pierna suelta, esperando vivir de nuevo la aventura.