Aprovechando que Martínez
Somalo no tiene su mejor tarde, Pedro Sanz decide tomar la iniciativa y marcarle
un golazo por toda la escuadra dejando caer arteramente, como quien no quiere
la cosa, la pregunta que lleva tiempo dándole vueltas en la cabeza.
- Hay
una cuestión que me interesa mucho, monseñor, y quisiera saber su opinión. Bueno, si no es demasiada osadía
por mi parte.
Martínez
Somalo retira de la mesa los libros de Andrés Pascual y dirige una mirada untuosa
y paternal a su invitado.
- Dígame
usted, señor presidente. Pregunte sin
temor, hijo mío.
Sanz
procura componer un gesto que se asemeje lo más posible al del niño que acaba
de romper el valioso jarrón heredado de la abuela que lucía en la consola de la
entrada, y ahora actúa como si el estropicio no fuera con él.
- Es
sobre Francisco, el actual papa. Ejem… Usted, que ha conocido de cerca a Juan
Pablo II y a Benedicto XVI, ¿qué opina de él? ¿Cómo se maneja el Santo Padre en
la distancia corta?
Pedro
Sanz nota que su eminencia no puede disimular una mueca de desagrado, y
entonces comprende que sus sospechas eran ciertas. Martínez Somalo no sintoniza
con el actual pontífice, un hombre que se halla en las antípodas de las
concepciones religiosas del eclesiástico de Baños.
- Mire
usted, señor presidente, le voy a hablar claro y le ruego que disculpe mi
franqueza: yo creo que este papa es el Anticristo. O por lo menos su precursor,
como Juan ‘el Bautista’ lo fue de nuestro salvador Jesús.
- ¿Qué
me está usted diciendo, don Eduardo?
- Lo
que oye, señor presidente. Yo a Francisco le tengo más miedo que a un nublado,
sobre todo cuando alguien le coloca un micrófono entre las manos, como ha
sucedido en alguno de sus últimos viajes dentro del avión. Entonces se siente a
sus anchas y suelta lo primero que se le pasa por la cabeza. Porque mire, cuando
a Bergoglio se le calienta la boca es incluso capaz de ponerse a contar chistes
verdes a los periodistas que le acompañan. Y al paso que lleva, cualquier día de
estos se lanza a contarlos también sobre esos hermanos nuestros que algunos
llaman, con ánimo injuriante, ‘curas
pederastas’. Me lo estoy temiendo.
- ¡Qué
horror!
- Sepa
usted que todo eso son calumnias, grotescas invenciones de los enemigos de la
Iglesia; de todos los que la quieren mal y descalifican, con esos epítetos que
carga el diablo, a inocentes sacerdotes que no pueden defenderse.
Martínez
Somalo sigue pensando que la institución a la que él pertenece se halla cercada
por una legión de conspiradores que buscan de continuo su destrucción. Se trata
de una versión a escala global de la conjura judeomasónica que tantos disgustos
y desasosiegos le provocaba al dictador Franco.
- Claro,
claro -asiente con falso gesto compungido el presidente Sanz, que sabe de sobra
que los curas pederastas existen de verdad, mientras no puede evitar que le
asome una sonrisilla lobuna por la comisura de los labios.
En un
momento de lucidez don Eduardo comprende que su invitado ha querido tenderle
una trampa con esa pregunta maliciosa sobre Francisco. Por eso decide
contraatacar y busca la manera de poner a Sanz contra las cuerdas.
- Bien,
hijo mío, no hablemos de cuestiones tan sórdidas. Da igual que los enemigos de
la Iglesia se empeñen en destruirla porque Cristo es quien la sostiene y la
pone siempre a salvo de los embates de las olas que agitan al mundo. Ahora, si me lo permite,
soy yo quien desea formularle a usted una pregunta.
- Claro,
monseñor, faltaría más. Usted dirá.
El
cardenal afila el colmillo mientras pone cara de circunstancias.
- Tengo
entendido que mantuvo usted una…, no sé, ¿polémica? con el párroco de Arnedo,
don Tomás Ramírez. En su momento me llegaron noticias contradictorias que no le
dejaban a usted muy bien parado y que enfatizaban su, cómo decirlo, ¿comportamiento
arrogante, tal vez? Yo no me creí ni una palabra, claro está. Ya me hago cargo
de que no sería nada importante. En fin, ya se sabe, habladurías, chismes; la
gente sencilla del pueblo que no tiene cosa mejor que hacer, ¿verdad?, y se
pone a decir tonterías. Pero bueno, cuénteme: ¿qué pasó realmente entre usted y
don Tomás?
La
pregunta del cardenal no es exactamente una pregunta: es más bien una ráfaga de
ametralladora que pretende causar algunos destrozos en el ego de su invitado. Y
Pedro Sanz nota por vez primera un desagradable cosquilleo en el estómago.
Sempronio
Graco
Continuará