El
hombre de la pata de palo.
Nunca supe quién era ni
de dónde venía. Pero cada año, en nuestras fiestas septembrinas, ahí estaba él,
con su pata de palo, tocando el saxofón a la hora de los toros, solicitando
nuestro favor con el estuche de su instrumento abierto, y unas monedas de dos
reales esparcidas en su interior a modo de reclamo. Se ponía en el otrora
espigón de tierra del Paseo, a mitad de camino entre el Hotel San Fernando y la
Plaza de Toros El Ruedo, amenizándonos el recorrido, tocándonos con su saxofón
pasodobles toreros. Yo pasaba todas las tardes media docena de veces por su
lado, cual si fuera un empedernido aficionado. Pero lo cierto es que no tenía
ni el dinero ni la afición suficiente para entrar a los toros. Lo único que de
verdad me importaba y quería, era escuchar sus, para mí, melancólicas notas y
observar su pata de palo. Su rostro reflejaba una terrible tristeza, y su
mirada, siempre gélida y lejana, permanecía ajena a todo lo que a su alrededor
acontecía. De su saxofón fluían notas en forma de lamentos, que nadie, o muy
pocos percibían. Sus pasodobles toreros no eran alegres como los de los otros.
Éstos hacían que se te estremeciera el cuerpo y se te helara el corazón. Era
como si por las notas musicales de su saxofón aflorara un infinito dolor
denunciando no sé qué injusticias. Y aun así, nunca fui capaz de depositar en
el estuche abierto de su instrumento, la moneda de dos cincuenta que mi padre
me daba de paga. Un año acudí a mi particular cita y no estaba. Volví una y mil
veces por si se había retrasado, mas no apareció. Se había ido de nuestras
vidas como vino: sin hacer ruido, sin darnos cuenta. Ya no podré saber nunca
quién era ni de dónde venía. Pero sé a ciencia cierta, que hoy, después de
cuarenta años de lo aquí descrito, sigo echando de menos su lastimera
presencia. Solo le pido al cielo, que allá donde quiera que se encuentre, sus
alforjas rebosen de paz y de gloria. ¡Así sea!