Hace días que se
desgajó la rama de una de las mimbreras autóctonas que hay en la margen
izquierda del río Najerilla, en uno de los parajes más hermosos de Nájera.
Desconozco si el Ayuntamiento es conocedor de este triste hecho o no -aún sigue
la rama unida al tronco, descansando sobre el yerbín de la ribera-, pero desde aquí le pido
que no la talen entera. Que separen la rama; curen y sellen el tronco, y
conserven en buen estado esta preciosa y señera mimbrera.
lunes, 25 de mayo de 2020
¡Que no la talen!
Publicado por
Eusebio Hervías del Campo
en
18:30
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Recuerdos de infancia.
De
hurtos y penitencias.
En aquellos tiempos,
por más que algunos se empecinen en negarlo, los niños teníamos que buscarnos
la vida como podíamos, porque salvo de lo imprescindible -desayuno, comida,
merienda y cena-, carecíamos de todo menos de las lógicas y naturales ganas de
poseer todo aquello que para desarrollarnos como personitas normales
necesitábamos. Las cuadrillas que yo frecuentaba entonces, cuando los días de
labor teníamos tres o cuatro pesetas, íbamos a las tiendas menos peligrosas,
donde sus dueños eran muy mayores o descuidados y, tras analizar dónde tenían
algo barato -los chicles, por ejemplo- y alejado del mostrador, se lo pedíamos
y mientras ponía la silla para subirse a dárnoslo, o entraba a la trastienda a
por ello, o se agachaba a la cristalera del suelo a cogerlo -nosotros ya lo
teníamos todo controlado-, le mangábamos lo primero que pillábamos para ir
después a merendárnoslo. Y así te juntabas con un bote de mayonesa, una lata de
sardinas, algún soldado -a mí nunca me gustaron-, cuando había suerte una
tableta de chocolate, algunas frutas… y sin pan ni nada, te lo comías todo
mezclado en algún portal o en cualquier descampado. Los domingos y festivos,
aprovechando el follón que se preparaba en las librerías por la mañanita,
cuando íbamos todos en tropel a gastarnos la paga en cromos para las dos o tres
colecciones que a la vez hacíamos, aprovechábamos a mangar tarjetas a punta
pala a pesar de que nunca jamás escribíamos nada en ellas ni a nadie se las
enviábamos. Cuando se aproximaban las fiestas de San Juan, eran los estancos -que
vendían lapiceros y bolígrafos- lo que visitábamos y, al igual que en los
establecimientos anteriormente citados, entre el desconcierto que preparábamos,
siempre mangábamos algún paquete de tabaco rubio -cualquiera cogía un celtas
corto o un ducados- para que cuando llegara el día señalado tuviéramos
cigarrillos para fumar hasta caernos redondos al suelo mareados. Lo malo de
todo esto es que luego teníamos que vérnoslas con los curas en los
confesionarios para contarles todos nuestros hurtos, considerados por nuestra
realidad como necesidades y por su doctrina como pecados, y los cabritos de
ellos no se conformaban con mandarte como penitencia tres padrenuestros y tres
avemarías, sino que te exhortaban -te obligaban, sería lo correcto decir-,
¡casi nada lo del ojo!, a que devolvieras lo robado. Según sus demandas, para
lograr la absolución tenías que ir a la librería del señor Antonio Izquierdo o
a la del señor Faustino Gascón -Dios los tenga en la gloria a los dos- y
decirles, tras darles amablemente los buenos días: “Mire usted, señor
Izquierdo, o señor Gascón, que el pasado domingo le mangué dos tarjetas cuando
vine a dejarle la paga de toda la semana en dos segundos comprando cromos, y
vengo a devolvérselas como prueba de mi arrepentimiento y de mi oprobio”. No me
negarán ustedes, amables lectores, que esta penitencia era muy peliaguda de
cumplir: llegar a un establecimiento y, sin cortarte un pelo, decirle al dueño
que el niño al que tenía por un buen cliente es en realidad un vulgar ladrón.
¡Cara absolución! Así que ninguno de nosotros cumplíamos las penitencias y, sin
reparar siquiera en si estábamos absueltos o no, seguíamos buscándonos la vida
viéndonoslas cada semana con los tenderos y con el confesor.
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Eusebio Hervías del Campo
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