Cuando hace unos meses
estaban derribando el pabellón donde mi amigo Enrique Solozábal lavaba los
coches de todos los najerinos -y nos bañaba con la manguera a todos los jovencitos
que pasábamos por allí mientras lo hacía-, y les cambiaba el aceite, vi la
pegatina de Bardahl pegada en una de las paredes, y me retrotrajo
inmediatamente al taller de motos que mi
admirado Elías Maestresala tenía en el edificio número nueve de la calle
Villegas, y a la gasolinera que durante cinco años regenté junto a mi bienamado
padre. Y es que Elías y yo mantuvimos una relación muy estrecha gracias al
Bardahl. Este entrañable najerino se dedicaba a vender y arreglar motos, y
cuando yo lo conocí, tenía tanto trabajo, que le ayudaban, su hija Oli,
primero, y su hijo Manolo, después. -También su hijo Tirso, hizo sus pinitos
allí-. En aquellos años, los setenta, casi todos los najerinos y los habitantes
de los pueblos vecinos tenían una Mobylette, que era la marca de ciclomotor que
él representaba; por lo que tenía trabajo a patadas. Ver trabajar a este
entrañable najerino era una auténtica gozada. Era chistoso, jocoso, abierto y
directo; y si alguien no hacía lo que él le ordenaba, no le arreglaba la moto.
Recuerdo como si fuera ahora mismo, que a todos sus clientes les aconsejaba echarles
a las motos gasolina con Bardahl, que era un aceite que solo vendía yo en el
surtidor de gasolina que tenía junto al Restaurante “Las Pericas”, y que era
algo más caro que el de bidón o el Repsol. Cuando alguien aparecía por el
taller a arreglar la moto, Elías, nada más verlo con ella en la mano, le preguntaba:
“¿Le echas gasolina con Bardahl?”, si el cliente decía que sí, no pasaba nada.
Mas si decía que no, pegaba un sonoro juramento y le espetaba: “¿No te he dicho
mil veces que le eches gasolina con Bardahl?” “¡Pues ahora te jodes, que no te
voy a arreglar la moto!” Y al escribir este hermoso recuerdo, después de medio
siglo, he caído en la cuenta de que esa obsesión que este buen hombre tenía con
el aceite Bardahl no era casual: Elías y mi bienamado padre eran quintos y
amigos, y, como ya ha quedado dicho, el Bardahl solo lo vendíamos Benedicto y
yo. Por consiguiente, queda meridianamente claro que este entrañable y genuino
najerino, era, sin siquiera sospecharlo nosotros, nuestro generoso benefactor.