jueves, 4 de agosto de 2011

Días de campo.

   En mi infancia, los días 18 y 25 de julio, existía la costumbre (hermosa, como todas) de ir a pasar el día al campo. Preparábamos todo muy de mañanita: Paellera, cazuelas, ensaladeras, platos, vasos, cubiertos, manteles, servilletas, patatas, arroz, sal, aceite, vinagre, sandías, melones, el vino y la gaseosa, los trajes de baño, las sandalias de goma y las mantas de cuadros para la siesta, y lo cargábamos todo en un carrito tirado por un burro pequeño, y nos íbamos toda la familia a pasar el día al campo, siempre a orillas del río Najerilla, en sus frondosas choperas, separados de las feraces huertas por un polvoriento caminito de tierra, conocido popularmente como “el camino de las huertas”.
   Llegábamos al lugar elegido (nosotros siempre íbamos a la “Fuente de la Requitrona”), y mientras nuestras madres preparaban el “campamento” y la fogata para hacer la comida, nuestros padres hacían acopio de lechugas, tomates y cebollas (siempre venía con nosotros alguien que tenía huerta) para la ensalada (también las hacíamos de berros), y cangrejos y caracoles para la caldereta o la paella. Nosotros, como en aquellos maravillosos años las estaciones eran fieles y hacía un sol de justicia, no parábamos de darnos refrescantes baños en las límpidas y frías aguas del río Najerilla.
   Cuando todo estaba preparado, nuestros padres llegaban al río y se ponían a pescar truchas, mientras nuestras madres, remangándose el vestido (con qué arte lo hacían), se aventuraban a meterse hasta que el agua les llegara a las pantorrillas, y se salían haciendo equilibrio a tomar el sol sentaditas en la orilla, vigilándonos a unos y otros con miradas amorosas y atentas.
   Y allí estábamos nosotros viviendo intrépidas aventuras, navegando en gigantescos barcos (chopos y mimbreras arrastrados por las crecidas), buceando en busca de preciadas perlas (piedras blancas que tirábamos al fondo para cogerlas), y correteando por las peligrosísimas selvas del Amazonas (las choperas), tiritando de frío y con la piel más arrugada que una pasa de ciruela.
   Después de habernos llamado mil veces (no había forma de sacarnos del agua), nos poníamos a comer a toda velocidad para echarnos cuanto antes la obligada siesta en las mantas de cuadros (las que se usaban para los ganados y para los transportes de muebles) a la sombra de una frondosa mimbrera, y volver de nuevo, una vez hecha la digestión (esto era sagrado), a bañarnos al río Najerilla hasta la hora de irnos a casa.
   Nuestros padres, por su parte, después de una pausada y amena sobremesa, recogían todos los cacharros y se ponían a jugar a las cartas.
   Cuando comenzaba a anochecer, cargábamos todo en el carrito y, con las alforjas repletas de hermosos recuerdos, emprendíamos el viaje de regreso a casa, tropezándonos por el camino a cantidad de amigos que, henchidos de felicidad como tú, te deseaban felices sueños.
DE MI LIBRO “RECUERDOS DE INFANCIA”.