jueves, 1 de enero de 2015

BILLETES TINTADOS


Hace algún tiempo apareció publicada en la sección local del periódico La Rioja la noticia de la condena de tres años de cárcel a un timador que había estafado a un matrimonio riojano mediante la conocida añagaza de los billetes tintados. Se trataba de una de esas historias que se leen con incredulidad, porque cuesta creer que en pleno siglo XXI sucedan cosas así y aún haya gente viviendo en la inopia, sin enterarse de esos fraudes que se repiten tan asiduamente que parecen una extravagancia de personas que no leen los periódicos ni ven los noticiarios de la televisión para enterarse de lo que pasa en el mundo. Pero no paró ahí la cosa. Apenas unos días después, el periódico volvió a la carga para dar cuenta de que en Logroño y Calahorra habían tenido lugar otras estafas, utilizando en esta ocasión el señuelo de los boletos premiados cuyo supuesto poseedor, por alguna razón que a cualquiera que no sea un iluso pondría inmediatamente en guardia, necesita cobrar con urgencia y rebajando la cuantía del premio. / De estas noticias sorprenden dos cosas. Una es la habilidad de los estafadores para poner en pie historias burdas y disparatadas con las que algunas personas se dejan engatusar como niños. La otra son las elevadas cantidades de dinero que las potenciales víctimas entregan por las buenas a unos desconocidos. Estamos padeciendo una crisis económica de dimensiones desconocidas, y algunas almas cándidas no dudan en correr a la sucursal bancaria más próxima y retirar un dinero que les habrá costado años de sacrificios y privaciones reunir. Y todo para dárselo a unos tipejos que se lo van a birlar por todo el morro después de haber pulsado eficazmente una cuerda que siempre funciona en estos casos: la codicia. / Pero ahora quiero volver de nuevo al timo mencionado al principio, dado que contiene varios ingredientes que lo hacen particularmente grotesco hasta convertirlo en una de esas historias que ponen los dientes largos a un escritor. «Tres años de cárcel por estafar 90.000 euros con el timo de los billetes tintados», rezaba el titular. Le sucedió, según exponía el periodista que se hacía eco de la noticia, a un matrimonio vecino de uno de los pueblos del entorno metropolitano de Logroño. El marido era un promotor inmobiliario, lo que constituye el primer dato jugoso de la historia. El segundo se refiere al perfil del timador, un vivales que parece sacado de una novela picaresca del Siglo de Oro, una suerte de redivivo Lazarillo de Tormes con mucha labia y modales exquisitos, apoyado en una puesta en escena aderezada con abundantes dosis de fina observación sicológica. / Un día de finales de noviembre de 2009, el vivales se presenta en la localidad de la víctima, junto a otra persona sin identificar, haciéndose pasar «por el acompañante del hijo del ministro de Hacienda de Gabón» (¡Qué imaginación tan depurada!). Acude a la obra donde se encuentra el incauto y le manifiesta su interés por adquirir nada menos que cinco de esos bonitos chalés que está construyendo (Normal. Si pretendes metérsela doblada a alguien, tienes que excitar su avaricia planteando las cosas a lo grande). Imagino la cara que pondría el pardillo, una mezcla de estupor, incredulidad y alborozo ante su repentina buena suerte. Para que la trola resulte convincente, el vivales le asegura «que dispone de bastante dinero procedente de las ayudas del Gobierno francés a Gabón». O sea, que se muestra sin tapujos como un pillastre que maneja supuestamente, con desenvoltura harto sospechosa, unos fondos desviados de forma irregular de las llamadas «Ayudas al Desarrollo»: ambiguo concepto con el que los países ricos tratan de acallar su mala conciencia hacia los varados en la miseria sin horizontes de ese otro conglomerado de países que integran el denominado Tercer Mundo. La carencia de escrúpulos que muestra el promotor en lo tocante al origen delictivo del dinero aportado (supuestamente) por el Gobierno francés debe constituir para el vivales la prueba irrefutable de que se halla ante alguien de su misma calaña. / El relato periodístico escamotea detalles que darían viveza a la historia, como la nacionalidad del timador y su cómplice, el color de su piel o si hablaban un castellano con acento extranjero o de Valladolid. Tampoco nos revela nada sobre el constructor, pero quiero imaginar a éste como un hombre de mediana edad, un juntaladrillos venido a más de esos que surgieron como chinches en la España del felipato o en la de los pelotazos inmobiliarios que proliferaron durante la gobernación de Aznar y Zapatero; un integrante de esa horda de pequeños y medianos constructores que edificaron viviendas a espuertas, mientras sobornaban sin escrúpulos a alcaldes y concejales de urbanismo; sujetos que exhibían rolex de oro en la muñeca derecha (¡sí, en la derecha!), conducían coches de alta gama y se aficionaron a jugar al golf. O sea, unos horteras insufribles cuya única ambición era hacer dinero fácil para derrocharlo después de forma estrafalaria; tipos que no habían leído un libro en su vida y que de los periódicos sólo hojeaban con fruición la sección de deportes. / Ganada hábilmente la confianza del matrimonio, la esposa del constructor acude a la vivienda que ella y su marido habían proporcionado a los timadores, y allí éstos le aseguran que «podían crear billetes solapándolos con otros de curso legal y aplicándoles unos reactivos químicos». La mujer actúa aquí como la Eva bíblica, que primero mordió la manzana y luego se la dio a probar a Adán. Tras varias demostraciones a modo de números de magia, el vivales y su compinche consiguen que sus víctimas les entreguen 90.000 euros para obtener otros 180.000 por el mismo procedimiento (¡además de codiciosos, ignorantes!). Luego desaparecen con el botín sin dejar rastro. // Si algunos jueces tuvieran más sentido común del que a menudo manifiestan, deberían haber metido en la trena también al matrimonio. Ambos acreditaron de sobra que estaban cortados por el mismo patrón que sus estafadores.
Demetrio Guinea