martes, 8 de febrero de 2011

Ponernos guapos.

   De chiquititos, cuando llegaba el sábado, esperábamos impacientes a que estuviera bien caldeada la cocina (sobre todo en invierno), para que nuestras madres nos lavaran enteritos en los baldes de cinc, y nos quitaran la roña que en nuestros inocentes cuerpos habíamos acumulado a lo largo de la semana, de tanto andar de acá para allá, por los más infectos lugares. Lo de jabonarnos con el taco de jabón de sebo (que nosotros mismos hacíamos) y aclararnos echándonos tanques o jarras de agua calentita por la cabeza, lo llevábamos bien, pero lo de darnos con todas sus fuerzas con el estropajo en las rodillas y talones, y el meternos los dedos meñiques hasta el corazón, para sacarnos la cera de las orejas, lo sufríamos en silencio, mentando entre dientes  el nombre de todos sus familiares. Cuando terminaba la operación limpieza, nos vestían rápidamente para que no nos quedáramos fríos, y, después de darnos con el cepillo (era como el de los dientes) una buena mano de fijador en el pelo (esto era para que se nos quedara más duro que las piedras), trazaban en nuestras inocentes cabecitas una línea bien recta, y nos ponían los zapatos de “material”, que previamente habían dejado como nuevos con el “serbus” Búfalo, y, más guapos que “Chupín”, nos mandaban a hacer puñetas, porque habíamos acabado ya con su infinita paciencia. Como, a pesar de ser niños asilvestrados, teníamos nuestro corazoncito y no queríamos que todo su esfuerzo se esfumara a la primera de cambio, para no ponernos como un cristo, ese día nos dedicábamos a agujerear todas las puertas de madera que encontrábamos a nuestro paso, con nuestros dardos o saetas, que para nosotros nunca fueron otra cosa que “hincapuertas.” Este juego o pasatiempos, que así, a bote pronto, puede pareceros de lo más inofensivo, cantores míos, era una auténtica salvajada, porque jamás, que yo sepa, ninguno de nosotros hizo distinción de si eran buenas o malas las puertas de madera de tiendas, talleres o viviendas, contra las que lo lanzábamos con todas nuestras fuerzas. Pero no penséis que hacíamos las cosas de mala fe, dirigidas siempre a gente ajena. ¡Qué va! En aquella maravillosa época, cualquier objeto nos servía para pasárnoslo como los indios, y cualquier escenario era bueno para ello, por más disparatado que pueda parecernos a vosotros y a mí ahora. Recuerdo como si hubiese ocurrido ayer, cómo nos divertíamos mis hermanos y yo cuando comíamos higos, compitiendo por ver quién de nosotros dejaba más pieles pegadas en el techo, tras lanzarlas contra él con fuerza. ¡Cómo no nos mataría a hostias mi adorada Celineta!        DE MI LIBRO “RECUERDOS DE INFANCIA.”