jueves, 30 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Los guateques.
Como quiera que las cosas inocentes y puras no precisan ocultarse, los chicos de mi generación montábamos los guateques al aire libre, en cualquiera de los muchísimos parajes naturales que esta bendita ciudad tenía -cuando aún era una ciudad idílica-, bailando con las chicas de la cuadrilla al son que nos marcaban  los Bravos, los Sirex, los Ángeles, los Brincos, los Beatles, los Mústang…, en aquellos tocadiscos Philips de maleta de plástico, hasta bien entrada la noche, cuando la coqueta luna se observaba sin cesar en las límpidas aguas del río Najerilla. El lugar elegido dependía en gran parte de dónde estuviéramos pasando la tarde ese día; si era entre los purificadores y aromáticos pinos del Castillo, el guateque se preparaba en los depósitos del agua de boca que, como por arte de magia, en una flamante discoteca se convertían. Si estábamos jugando en las frondosas choperas, éste se montaba en la Fuente de la Estacada, manantial de aguas medicinales y gélidas, Si andábamos mangando algo por las feraces huertas, el escenario era una casilla de aperos que alguno de la cuadrilla tenía. Si nos hallábamos tomando la fresca por las confortables riberas, se desarrollaba en el mismísimo río, entre azahares, mimbreras, saúcos, zarzamoras y silvestres campanillas. Como pasaría después, de más mozos, en los célebres chamizos,  nunca estábamos parejas a la hora de bailar y tenías que conformarte con esporádicos escarceos amorosos cuando, después de bailar un montón de melosas canciones -que duraban siglos- con tus insolidarios compañeros, cogías por fin a la chica de tus sueños y, dejando volar tu imaginación, recorrías -o lo intentabas, al manos- su grácil cuerpo con tus indecisos y torpes dedos, permitiéndote todo tipo de pueriles fantasías. ¡Cuán dulce y maravilloso era un simple roce de piel! ¡Cuán excelso un beso, aunque este fuera en la mejilla! Fueron tan sublimes para nosotros estas experiencias vividas en tan majestuosos escenarios, que quedaron grabadas en lo más profundo de nuestros enamorados corazones para el resto de nuestros días, no siendo ya capaces de desarrollarnos como personas adultas alejados de estas benditas maravillas. Todas nuestras actividades giraron en torno a ellas. Ya fuera bañándonos en las frescas aguas del río Najerilla; ya merendando en sus arboladas riberas; ya retozando en las umbrías y sensuales choperas; ya paseando por las feraces huertas en tiempo de fruta; ya cortejando entre los añosos plátanos del Paseo con tu chica… Nada era posible, ni tan siquiera imaginable para nosotros, que no estuviera ligado a estos dones divinos que a los ingratos najerinos nos legó la diosa fortuna.

miércoles, 29 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El Ajan y el Colomino.
Cuando andábamos faltos de juegos e imaginación, acudíamos al “AJAN” -perdóneseme no recordar qué significan las siglas-, primero, de más chiquititos, y al “Colomino”, después, estando más creciditos, a matar el rato practicando diferentes juegos, y preparando día sí y día también unos ciscos de espanto. El “AJAN” estaba ubicado en el ala donde hasta hace muy poco tiempo ha estado la oficina de recepción y la entrada al Monasterio de Santa María La Real, y era, lógicamente, propiedad de los frailes, aunque la encargada de regentarlo fuera la asociación que existía con ese mismo nombre -tenía hasta equipo de fútbol propio-, por lo que podemos deducir entre todos que dichas siglas respondían a: “Asociación Juvenil Antoniana”, o algo así. La cuestión -que es lo que de verdad nos importa- es que allí pasábamos cantidad de horas -abrían solo por las tardes- jugando al ping-pong, al futbolín, a las cartas, al juego de la rana -al mismo que jugábamos en la tétrica mansión del Barón cuando furtivamente entrábamos a descubrir sabe Dios qué misterios, totalmente aterrados-, que no éramos capaces de meter la moneda en su boca ni aunque nos acercáramos hasta la mesa donde estaba adosada, y destrozando las bancas  de madera que tenían para que viéramos bien sentaditos las películas religiosas que nos ponían todos los domingos y festivos. -También en el portal que hay en las viviendas de la Iglesia de Santa Cruz, a mano izquierda, donde está la ventana a la que no conseguíamos llegar nunca para subirnos a ella, nos ponían las mismas películas durante algún tiempo-. En una ocasión, cuando llevábamos a “Nikito” con los brazos en alto tumbado en una banca, cual si fuera un caudillo, se nos cayó y se rompió el brazo por dos o tres sitios. Lo del “Colomino” fue otra historia. Entonces éramos ya más mozos y por consiguiente nuestros juegos y divertimentos eran otros. Allí jugábamos muchísimo al futbolín -al de verdad, no como los de ahora que los futbolistas son de madera y tienen los pies juntos-, intentando inútilmente ganarles una partida a Bernal o a Juan Ramón, que aunque nos jugaran a dos de nosotros a la vez con una sola mano y con los ojos vendados eran capaces de dejarnos en cero. Jugábamos muchísimo también al ping-pong -lo que es la vida; este juego lo dominaba yo de primera, y ahora mismo soy incapaz de darle dos veces-, llegando a celebrar campeonatos emocionantísimos en los que participábamos cantidad de najerinos. Tenían también un juego que consistía en jugar con dos manoplas anchas suspendidas de una barra de hierro cada jugador, con unas bolas como las del futbolín, en una mesa hasta que uno de ellos llegara a meter gol, Había también una mesa de billar americano, ese de poner las bolas de colores en el triángulo para ir metiéndolas con la blanca en los agujeros de los lados, dejando la negra para el final -a este juego no jugábamos mucho nosotros, aunque gozó también de bastante popularidad-. Y tenían, finalmente, aquel habilín tan característico en el que un mono iba trepando por una palmera hasta coger un coco, que de no haber sido por el cartón que metíamos  por un costado no lo hacemos arrimarse ni al tronco. Conviene decir ahora mismo, antes de que se me vaya el santo al cielo, que durante una época muy larga, teníamos siempre como música de fondo los sonidos que, desde un rudimentario televisor en blanco y negro, emitía una serie televisiva -“Viaje al fondo del mar”, podría ser-, en la que no se veía más que un submarino en el fondo del mar, que nunca supimos de qué iba aquello. Cuando estaban de jefes en el local Juan Ramón o Yumbito, aquello era una bendición del cielo: jugábamos partidas gratis, fumábamos, jurábamos en arameo… ¡Todo estaba permitido! Mas si los que estaban eran sus padres, Antonia y Félix, la cosa se ponía mucho más seria. No obstante, con unos o con otros, el “Colomino” -creo que se llamaba así porque Félix era de Santa Coloma-, representó tanto para nosotros en aquella época como en la inmediatamente posterior lo hicieran los chamizos. ¡Fueron nuestra segunda casa! Después alternaron la sala de juegos con un bar durante algún tiempo, quedando finalmente todo el local como bar; aquel tan célebre en el que se vendían las sardinas en aceite en un trozo de pan  con una guindilla -que picaban lo suyo-, abriendo un pequeño salón recreativo en un bajo chiquitito de la casa de la señora Teria, frente a la farmacia Mendiola, que por no gozar de popularidad se cerró muy pronto. Y lo que es la vida, después de estar años y años cerrado el “colomino”, hoy, los mismos dueños -Juan Ramón y Yumbito- lo han convertido en un precioso disco-bar, llamado 51.¡Quién me iba a decir a mí, casi medio siglo después de lo hasta ahora escrito, que mi hijo iba a acudir a divertirse al mismo local al que yo fui de niño!¡Caprichos del destino!

martes, 28 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Pescar a caña.
Mucho antes de que un inesperado domingo de marzo se abriera la veda de pesca, ya andábamos todos los niños de Nájera de cabeza preparando las cañas, los plomos y los anzuelos para hacer los aparejos de lombriz, las cucharillas con puntos rojos y negros que íbamos a dejar en el río mucho antes de almorzar, los aparejos de moscas que no teníamos ni puñetera idea de manejar -no sabíamos ni llenar la boya de agua-, y todos los utensilios de pesca que ustedes puedan imaginar, incluido un bidoncito de laca o barniz donde meter las lombrices que fuéramos cogiendo, con tierra bien cargada de posos de café para que ese día no dejaran de bailar. La noche anterior al día de la verdad, nos íbamos a dormir a casa de algún amigo -yo siempre me iba con Ramón Arenzana, “el Cardenal”-, para, mucho antes de amanecer, sin que sonara el despertador que en toda la noche no habíamos dejado de mirar, estar ya desayunados  y marcharnos a todo meter a “pillar” el sitio que el día anterior habíamos elegido para pescar. Cuando llegábamos al cascajo -casi siempre comenzábamos en “La Playa”-, dejábamos todo precipitadamente en el suelo y comenzábamos a armar las cañas intentando adivinar dónde iba cada cosa, porque entre la vigilia de la noche y la oscuridad de la mañana, allí no veíamos ni a jurar. Huelga decir que para cuando comenzábamos a pescar, ya se habían puesto todos los pescadores a almorzar. Como pueden ustedes adivinar, queridos lectores, entre que ya estaba todo el río trillado y que no teníamos ni puñetera idea de pescar, si cogíamos alguna trucha -y eso que las había a millares en esa época- era por pura casualidad. Pero en el fondo eso era lo que menos nos preocupaba a nosotros, porque lo que nos gustaba de verdad -les juro que era así-, aparte de la hermosa vivencia de la noche anterior, era el ir metiéndonos en el río con las botas de pescar e ir sintiendo la presión que el agua ejercía sobre éstas hasta llegar al final. Era tal la emoción que con esta práctica sentíamos, que siempre nos tenían que salvar, porque se nos habían llenado de agua las botas y el Najerilla nos quería llevar a Zaragoza a visitar El Pilar. Después de rescatados, echábamos a correr a casa a cambiarnos de ropa y con más moral que el Alcoyano, volvíamos al cascajo -esta vez sin botas- y nos poníamos como si nada a almorzar. Y así solíamos  vivir las primeras jornadas de pesca en nuestra infancia: jurando en arameo por no saber cambiar de aparejos cuando los dejabas, y acojonando con tus ahogamientos a todo el personal.

lunes, 27 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Pescar a mano.
Pescar a mano era uno de los pasatiempos más emocionantes que tuvimos siendo niños -nacer en un río como el nuestro es un privilegio reservado solamente para elegidos-. Desde bien chiquititos, calderito de playa en ristre, andábamos de calle detrás de las cucharetas, poniéndonos de agua como un cristo. Después, siguiendo la metamorfosis, fueron las ranas, con cola y sin ella, las que nos toreaban a pesar de su tamaño tan reducido. Cuando fuimos un poco más mocitos, nos dedicábamos a coger los cangrejos que se metían en los agujeros de los muchísimos ladrillos que había depositados en el lecho del río, tapando con nuestras inocentes manos los seis agujeros por ambos lados -también los había de dos y de tres, pero esos los dejábamos para otros- y, tras sacarlos del río los volvíamos hacia arriba para que cayera toda el agua que tenían dentro, y los golpeábamos contra una piedra para que salieran los seis cangrejos que no sé qué extraña razón se refugiaban siempre en ellos. El siguiente desafío fue pescar bobos -quién sería el que les puso este nombre- a tenedor, persiguiéndolos mañana y tarde a lo largo del río -se desplazaban de piedra a piedra, avanzando muy poquito- terminando la jornada con los bolsa vacía y los riñones deshechos. Cansados -humillados, diría yo- de perseguir inútilmente a estos rarísimos peces, que a pesar de llamarse bobos se reían miserablemente de nosotros, desde lo alto del puente de tabla practicábamos lo que dimos en llamar “matacanto”, que no era otra cosa que tirarles grandes piedras a las miles de loinas que se ponían en los friegos -tapaban todo el cascajo-, esperando que tras la andanada, entre la turbidez de las aguas, aparecieran cuatro o cinco panzas blancas flotando. Animados por nuestras primeras capturas y porque nos sentíamos ya muy hombrecitos, pasamos a pescar truchas en las berlañas -que aunque muchos lo hayan olvidado, siempre las ha habido-, que es a lo que en realidad se le llamaba pescar a mano. Como en esta práctica no teníamos ni puñetera idea, cuando hundíamos las manos en una berlaña y notábamos que debajo había algo, pegábamos un chillo y las sacábamos del agua pitando. Después, quitado ya el miedo, cuando teníamos alguna entre las manos, en lugar de sacarla limpiamente de las agallas, como hacían los mayores, arrancábamos media berlaña y salíamos corriendo a la orilla a desnucarla, tirándola con fuerza contra el cascajo, por temor a que se nos resbalara de las manos. El cisco que preparábamos no es para contarlo aquí. Imagínense ustedes a quince o veinte muchachos en traje de baño, corriendo, saltando, chillando y jurando, mientras llenaban de berlañas todo el cascajo. Cuando dominamos esta práctica, siendo ya mayores, pescábamos todo lo que queríamos: cangrejos, bobas, bobos, lampreas, loinas, barbos, zarpeños, sogueros, truchas y anguilas, porque en aquellos maravillosos años había tanta pesca en nuestro río, que, como decíamos antes, salía hasta por los grifos, aunque urge aclarar ahora mismo que ya nunca fue tan divertido.

domingo, 26 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Salto de pértiga.
Cuando el jardinero del Ayuntamiento, Ángel Mínguez, comenzaba en otoño a podar los plátanos del Paseo, le mangábamos las ramas más resistentes y comenzábamos a jugar con ellas al salto de la pértiga -el más apasionante de los juegos-, que consistía principalmente en saltarnos a lo ancho los riachuelos. Este juego era practicado casi siempre en época de escuela, durante el recreo, y éramos muchos los que, por habérsenos clavado la pértiga en el suelo -había mucho fango-, por haberla colocado sobre una piedra resbaladiza, por haberla agarrado de muy arriba o por cualquier otra circunstancia -a veces se rompían- hacíamos la cuca -caernos al río-, teniéndonos que quedar sin entrar a clase cuando acababa el recreo, a secarnos la ropa y los zapatos en improvisadas lumbres, lejos de la vista de chivatos y maestros. Y allí estábamos nosotros, los más intrépidos -o los más tontos, según se mire-, medio en pelotas, con un frío que pelaba, dándole vuelta a la ropa para que se secara sin quemarse, y vigilando de soslayo que no ardieran los palos clavados en el suelo, en los que habíamos colgado los zapatos, pegaditos al fuego, para que antes de que diera la hora de comer lo tuviéramos todo seco. Huelga decir que todo ese esfuerzo, fruto del temor a que te castigaran, no nos servía de nada, porque sin terminar de entrar en casa, nuestras madres percibían el peculiar olor a lumbre que se había adherido a nuestras prendas, y tenías que confesar tu hazaña -bastante manipulada, por cierto-, obviando la minipicia para que no te cascaran. Lo único que conseguíamos era que no nos durasen absolutamente nada los zapatos -mojarlos y secarlos los destrozaba-, ocasionando con ello un gasto innecesario, que dañaba, aún más, la frágil economía doméstica. Además de saltar los riachuelos -para nosotros auténticos mares-, hacíamos también campeonatos de salto de longitud y de altura. Para estos últimos, atábamos una cuerda de chopo a chopo -los teníamos a millares- e íbamos subiéndola a medida que saltábamos todos sobre ella, hasta que, al alcanzar una altura considerable, los pringaos de siempre teníamos que conformarnos con ver, mientras saltaban por los aires, a los chulitos regodearse. Es menester decir, porque así lo requiere el caso, que las pértigas eran para nosotros uno de los objetos más preciados de cuantos pudieran existir en aquella época. Por ellas éramos capaces de darnos de hostias a diario si alguien osaba cogérnoslas -las dejábamos escondiditas debajo de las hojas-, aunque solo fuera por un rato. Tal era para nosotros, amigos lectores, la grandeza de un humilde y triste palo.

sábado, 25 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

De tocas y hostias.
    
Los primeros recuerdos que de párvulo conservo, están íntimamente ligados a las tocas de las monjas, y a las hostias de Doña Tere, además de a los trocitos de queso y a la reconstituyente leche en polvo que cada mañana me servía mi querida y recordada “Esme”, en aquellos redondos e inolvidables vasos de duralex. Desconozco por qué fue así, pero lo cierto es que mi primera gran aventura la viví en el colegio de las monjas -antes se llamaban todos así: el de las monjas, el de los frailes y el de los maestros- y, por increíble que parezca, de lo único que me acuerdo es del nombre de la que fue mi maestra: Sor Visitación; de las tocas tan raras que llevaban en la cabeza; de las temibles tijeras que pendían del cordel que llevaban atado a la cintura de sus hábitos, y de los trocitos de queso que en grandes bandejas repartían entre nosotros todas las tardes, al terminar la clase, en el portal de la Calle Cantarranas, por donde actualmente se sube a la Residencia de ancianos. Cuando os decía que desconozco por qué fue así, me refería simple y llanamente a que, salvo aquel curso, todos los demás los pasé en los maestros, donde fui a parar a las manos de Doña Tere, la mujer que más hostias me ha dado en lo que llevo de vida y, a buen seguro, de las que pudieran darme aún viviendo dos mil años. Aparte de las que nos daba a todos los parvulitos durante la clase -que eran muchísimas-, yo me llevaba también las de por las mañanas, cuando, después de tomarme el vaso de leche en polvo -decían que nos los mandaban los americanos para matarnos el hambre-, me dirigía a ella sin saber pronunciar la ñ. Ejemplo: “Buenos días, Donia Tere”. ¡¡Zasss!! Hostión que te crió. “Vuelve a entrar”, espetaba. Y yo, inocente de mí, por lo bajinis me decía: “¡Pero qué coño has dicho, Usebín, para que esta mujer te reciba de este modo!” Y, completamente acojonado, volvía a repetir la operación: “Buenos días, Donia Tere”. ¡¡Zasss!! Otro hostión, para ir entrando en calor. Y así hasta que se le cansaba la mano y comenzábamos a cantar las letras del catón. Después, cuando salíamos al recreo, en lugar de jugar a algún juego liviano, nos dedicábamos a celebrar torneos, montándonos unos encima de otros, a modo de rejoneadores, cuando apenas teníamos edad para sujetarnos, hasta que, a empujón limpio, terminábamos todos por el suelo sin redaños. Cuando Don Emilio tocaba el silbato para anunciarnos a grandes y a pequeños que el recreo había terminado, a los parvulitos se nos cambiaba el color y entrábamos de nuevo a clase literalmente cagados de miedo, ante la certidumbre de que, fuese por la razón que fuere, muchos de nosotros terminaríamos con los dedos de Doña Tere, en nuestras inocentes caras marcados”.

viernes, 24 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Las chozas.
Aunque no sé muy bien si construir chozas o casetas -como el lector quiera- puede considerarse un juego, lo cierto es que cuando tiraban alguna de las muchísimas choperas que en Nájera había -sobre todo si estaba cerca de la escuela-, todas las cuadrillas del pueblo nos afanábamos en construirnos una bien hermosa con las ramas de los chopos abatidos, en la que, tras arduos esfuerzos, después de terminada, y convenientemente adornada, pasábamos interminables horas jugando en su interior a cualquier cosa en la más absoluta penumbra. Curiosamente, a pesar de lo canallas que éramos en aquella época, esta nos duraba intacta varias semanas, antes de que alguna cuadrilla rival, algún viento traicionero o los mismos operarios encargados de hacer de los chopos madera nos la tiraran, para convertirla en pasto de las llamas, quemando todos nuestros sueños de poderío e independencia con ellas. Como puede ver el amable lector, incluso los juegos de nuestra más tierna infancia están ligados al maravilloso entorno del que anteriormente les hablaba.
Los recortes de las monjas.
Por aquel entonces, las “monjitas cerradas” -así es como se las llamaba-, las del Convento de Santa Clara, por aquello de ser nietos de su sacristán -mi abuelo Eusebio-, nos daban cantidades astronómicas de recortes que, además de quitarnos el hambre, nos sabían a gloria bendita. Y siempre que me viene a la memoria este hermoso recuerdo, no puedo dejar de preguntarme cuántos parroquianos tenían que tener aquellas benditas monjas para generar tal cantidad de recortes. Porque, como ya habrán adivinado ustedes, éstos no eran sino el producto de la elaboración de las hostias de comulgar. Sea como fuere, lo cierto es que como ya les dije al principio -lo de cuándo teníamos que acudir a por ellos no recuerdo muy bien cómo nos lo montábamos-, nos presentábamos en el torno que tenían -aún lo tienen- en el portal de acceso a la sala de visitas, y, tras llamar al timbre que allí tenían, contestado el “Ave María Purísima”, con un “Sin Pecado Concebida”, les decíamos a bocajarro a qué se debía nuestra desinteresada visita.

jueves, 23 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El pañuelo.
Siguiendo con los juegos que en la escuela practicábamos, hoy les hablaré de uno que, a pesar de su sencillez, era de los más apasionantes: el pañuelo. Para practicar este juego se hacían dos bandos -me imagino que donando o montándonos los zapatos- con el mismo número de jugadores cada uno -no podía haber ninguno de non-, y nos numerábamos todos para que al gritar un número el que la quedaba -¡¡El cinco!!-, que era quien sujetaba el pañuelo pisando una raya justo en el centro, saliéramos pitando los dos que lo llevábamos, para ver quién se llevaba el gato al río. Previamente, se contaban quince o veinte pasos y se marcaban dos rayas en el suelo -delimitando las distancias-, una para cada equipo. Este juego, como casi todos, consistía en ir eliminado a los jugadores del equipo contrario, consiguiendo, para ello,  cogerle el pañuelo al que lo sujetaba en el centro, y llegar con él , sin que te pillara el contrario, hasta la raya en la que estaba tu equipo. Para ganar en este juego había dos trucos muy sencillos: quedarte quieto en el centro levantando el pañuelo, sin quitárselo de la mano al que la quedaba -si se le caía o lo soltaba estabas perdido-, para que el contrario, que venía embalado para cogerte, traspasara la raya del centro e hiciera falta; y salir corriendo con él -sin llevar el pañuelo en la mano no podías traspasar la raya- hacia tu territorio, en lugar de hacerlo hacia el tuyo, que es lo que esperaba que hicieras todo hijo de vecino.
El raspe.
Y ya que en la escuela estamos, les hablaré del “raspe”, un entrañable juego que allí practicábamos. Se jugaba con pelotas de goma en sitios estratégicos del pasillo del colegio -que tuvieran como mucho tres lados- para que, dándole el efecto oportuno, no pudieran mandarla a la pared frontal los que jugaban contigo. La pelota no podía elevarse del suelo y tenía que tocar forzosamente los rodapiés de la pared frontal, dándole con cualquiera de las dos manos. Si por lo que quiera que fuese cambiaba de pasillo o se salía por la puerta de la calle, quien tuviera que darle lo tenía claro. Este juego era muy parecido al de “tocar pared” que practicábamos con balones de plástico en el refectorio de los frailes. La diferencia es que al “raspe” jugábamos en el suelo de rodillas, agachados o tumbados, y era de lo más emocionante e imprevisible, ya que de vez en cuando, por estar donde estábamos, nos llevábamos algún sopapo por el alboroto que armábamos.

miércoles, 22 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El hinque y el Cero.
Y no abandonamos el Paseo, porque estos dos juegos sobre los que escribiré a continuación se practicaban en él, junto con otros muchos, casi siempre en el recreo. Al hinque podía jugarse con todo tipo de objetos punzantes: ramas, palos, agujas de punto, radios de bici…, pero nosotros lo hacíamos siempre con las limas desgastadas que tiraban nuestros bravos carpinteros, como decía la copla de Roberto. Este juego era muy parecido al del Cantillo. Hacíamos un cuadrado -o rectángulo, como más le guste al lector -en la tierra del Paseo, y lo dividíamos en seis casillas bien grandecitas, en las que teníamos que ir clavando y desclavando la lima, hasta llegar de nuevo a la salida. Si lo conseguías, pasabas al dos, luego al tres y así sucesivamente, hasta hacerte “reguleta/ reguleta/ en el seis”/. El juego acababa cuando alguno de nosotros había conseguido dibujar las seis reguletas en las casillas, y no recuerdo muy bien si lo comenzábamos dibujando un aspa pequeña en la tierra, en la que íbamos clavando la lima en sus vértices hasta acabar haciéndolo en el centro, o éste era en sí otro juego diferente. Seguro que muchos de los de mi generación lo saben -ya me lo aclararan-, y es obligado decir que era un juego muy peligrosos, porque de vez en cuando la lima se clavaba en la inocente pierna de alguno de nosotros. Había también otra modalidad que consistía en ir comiéndole el terreno al compañero de juego. El Cero era un juego al que podían jugar todos cuantos quisieran y, tras donar, casi todos los juegos comenzaban así, el de la “aceituna” se postraba apoyando los brazos sobre las piernas, tocando con el pie izquierdo la pronunciada raya que con anterioridad habíamos hecho en el suelo, e iba dando un paso cada vez que todos los que jugábamos habíamos saltado por encima de él. Si no jugaba Pedro -era capaz de saltar cinco metros de cero- enseguida saltábamos de uno -hablamos de pasos-, de dos, de tres… tantos como metros se fuera alejando de la raya quien la quedaba. Cuando alguno de nosotros no conseguía hacerlo de los pasos que había cantado el que saltaba el primero, se ponía de burro, liberando a quien la había quedado primero. Este juego no hemos llegado a terminarlo -si es que tiene fin- jamás, ya que cuando mejor estábamos sonaba el antipático timbre del colegio -¿o era el pito de don Emilio?-, recordándonos que había terminado el recreo.

martes, 21 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El picazo.
Este era uno de los juegos más crueles y disputados de cuantos hayamos practicado toda la chiquillería de la ciudad. Antes de iniciarlo, todos nosotros practicábamos el célebre ritual de transformar por completo la trompa para que adquiriera las formas más vistosas y diversas al bailar. Nada más comprarla, le cortábamos el rabo rojo que tenía en la parte posterior -no hacerlo era de mariquitas-, y le sacábamos el clavo para meterle carajones -excrementos de caballo- en la oquedad, para que no se nos saliera jamás. Una vez hecha esta operación, la pintábamos completamente de diferentes colores y clavábamos chinchetas en la parte posterior, donde había estado el rabito rojo, para que, además de hacer bonito al bailar, evitaran que nos la partieran en el juego por la mitad. Cuando ya estaba lista del todo, preparábamos el cordel, anudándole la moneda de dos reales de agujero al final, para poder enroscarla con más fuerza, y que fuera más viva al bailar. Una vez listas las armas, marcábamos con un palo un gran círculo en el suelo -siempre jugábamos en suelos de tierra- y dentro de él, en el centro, se marcaba otro chiquitito, que era donde dejaban la trompa quienes hacían mala, y comenzaban las tragedias para unos, y para otros las gozadas. El juego consistía en lanzar con fuerza la trompa dentro del círculo grande y, tras cogerla con la mano abriendo en forma de uve los dedos índice y corazón, llevarla bailando hasta el circulito pequeño. Si alguno no conseguía hacerlo por no haberle bailado la trompa o por haberlo hecho muerta -esto era cuando bailaban a tumbos, sin fuerza-, tenía que dejarla dentro del circulito para que se ensañaran con ella los demás. En este juego, como en todos, siempre había grupitos de artistas -cabronazos- que se ayudaban, y de pardillos -comparsas- que irremediablemente palmaban. Los primeros, si alguno de ellos hacía mala, enseguida sacaban la trompa fuera de los círculos, dándole golpecitos suaves o corriéndola con el cordel, sin que la trompa liberadora dejara de bailar. Cuando los eternos perdedores habían dejado cinco o seis trompas en el círculo pequeño, comenzaba la auténtica gozada: enrollábamos con fuerza el cordel, chupando la parte deshilachada del principio para que se adhiriera mejor en la trompa, y, girando el cuerpo todo lo que podíamos, la lanzábamos con toda la mala leche del mundo sobre ellas, con la sádica intención de romperlas. Conviene aclarar ahora mismo que esto no era tarea fácil, ya que eran de madera de haya, pero, para gozo y disfrute nuestro, y escarnio y desolación del que le tocaba, todos los días terminaba alguna partida en dos, o totalmente rajada. Quizá quien esto lea, sobre todo si es muy joven, crea que esto era una pijada, que no tiene importancia, pero en aquellos tiempos, el que te rompieran la trompa era una auténtica tragedia. Eso significaba estar muchos domingos a verlas venir, para comprar otra con las pagas.

lunes, 20 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Días de ocio y rosas.
Los que tuvimos la fortuna de ir a la escuela con Don Emilio, disfrutamos de cantidad de horas extras de recreo cuidando su bienamado jardín, cambiando las aburridas y complicadas operaciones de sumar, restar, multiplicar y dividir, por sobres de papel con semillas de flores, azadillas, rastrillos y tijeras de podar. Nos sacaba de clase al azar, dándonos un cariñoso golpecito en la cabeza con el palo que llevaba siempre escondido en su espalda, mientras con voz queda decía: “Cierra el libro y ven conmigo, Hervías”… y con un semblante diametralmente opuesto al mostrado en la escuela, nos daba divertidas lecciones sobre los misterios y caprichos de la tierra y su forma de actuar. El jardín comenzaba a ambos lados de los arqueados y aromáticos cipreses que hacían pasillo desde el Paseo hasta la escuela, y se extendía a lo largo de la peculiar tapia que la circundaba, descolgando de ésta, en su parte frontal, abundantes ramilletes de rosas, que los domingos de primavera, todos los niños de Nájera le íbamos a mangar. En la parte de atrás, tenía Don Emilio un gran manzano -en el que nos subíamos cuando jugábamos en el patio a la “ía de correr ataos”- y algunos árboles frutales más, con los que, haciéndose el despistado, nos mataba el hambre cuando no teníamos dónde robar. El trabajo, si así se le puede llamar, era de lo más liviano y divertido, porque no nos metió prisas jamás. Estando en plena faena, se liaba tranquilamente un cigarro “Caldo” y, mientras se lo fumaba, mandándonos parar, nos daba interesantes explicaciones sobre esto, lo otro, lo de acá y lo de más allá. Al final, casi sin haber pegado golpe, nos mandaba guardar las herramientas en la leñera y, más contentos que Chupín, entrábamos de nuevo a clase a ver qué hacía el personal. Era Don Emilio un hombre de semblante taciturno, debido a un viejo problema familiar que, a pesar de que a todos nos daba morbo, jamás quisimos investigar, porque, además de no ser cosa de niños asunto tan serio, a nosotros nos bastaba y nos sobraba con su bondad. Derivadas de este triste problema, quizá, tenía Don Emilio dos grandes pasiones: la ya explicada a ustedes, y la de pescar. Esta última la dejó muy pronto por falta de ganas, o de truchas, ¡vaya usted a adivinar!, y la primera, cuando se tuvo que jubilar; momento que aprovechó algún conspicuo para decidir que en el colegio sobraban cipreses, y jacintos, y geranios,  y rosales, y claveles, y manzanos…, y la tierra toda, y que lo tenían que rediseñar, llenándolo de hormigón por doquier, para hacerlo más aséptico y funcional. Mientras ejerció la enseñanza, fue mi caro y siempre recordado Don Emilio, un maestro ejemplar que, aunque quizá no supo enseñarnos bien lo que de un maestro al uso cabría esperar: eso que en esta caprichosa, injusta y desigual vida no te sirve de nada a la hora de la verdad, sí que supo enseñarnos algo de lo que ahora mismo estamos muy necesitados: ¡¡Urbanidad!! No había suceso que ocurriera en nuestra ciudad: incendio, atropello, abuso, riña, accidente laboral… sobre el que no nos hiciera reflexionar a través de una redacción, para que diésemos con las causas que, a nuestro entender, lo provocaron y cómo se hubiera podido evitar. Después, al corregírnoslo, añadía él en nuestro cuaderno sabrosas y enriquecedoras máximas, para que no olvidáramos lo aprendido jamás. Esta particular metodología suya, repleta de días de ocio y rosas, hizo que de su clase saliéramos hombrecillos semianalfabetos, quizá, pero rebosantes de bondad.

domingo, 19 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Los bailes del Paseo.
Bailar en verano en el Paseo era una de las costumbres más hermosas, inocentes e impolutas que jamás hayan existido. Nada de cuanto aconteció en nuestra maravillosa infancia puede compararse con aquella pueril forma de despertar a la vida bailando en el viejo quiosco con tu chica preferida, en un ambiente impregnado del excelso aroma que despedían huertas, choperas, azahares, rosaledas y lirios. ¡Jamás dejará de vivir en mí este maravilloso recuerdo de las tardes veraniegas de domingo! El baile comenzaba el segundo domingo de Mayo -después de las fiestas de Tricio- y duraba todo el verano. Los niños bailaban en el espacio comprendido entre el quiosco y el jardín existente unos metros más abajo. Nosotros, los pequeños hombrecitos, lo hacíamos en la parte de arriba, frente al desaparecido Mesón Duque Forte, después de pedirles baile a las dos chicas que con anterioridad se habían puesto a bailar a modo de reclamo. La forma de bailar era de lo más ingenua que imaginarse pueda: asidos por la cintura, con la separación suficiente como para que pasara un tren entre nosotros, golpeábamos una y otra vez un pie con el otro, hasta que concluía la pieza que magistralmente tocaba para nosotros la Banda Municipal de Música. Podíamos estar toda la noche bailando, sin salirnos ni un centímetro del espacio en el que habíamos comenzado. Dependiendo de si guiabas tú o eras guiado, tenías que bailar con la chica deseada o con la que te tocara en suerte, ya que siempre íbamos en pareja a sacarlas a bailar y el que mandaba elegía. No obstante, siempre te las ingeniabas -y se las ingeniaban- para bailar con la que te hacía “tilín”. En los bancos existentes a ambos lados del Paseo, nuestros padres tomaban la fresca mientras nos vigilaban de soslayo para que no se la liáramos, cosa que no les servía de nada porque en cuanto se descuidaban un segundo, nos aventurábamos a subir a la Fuente de La Estacada, en busca de un beso robado. Pocas veces lo conseguíamos, pero por ello no dejábamos de intentarlo. Cuando la Banda Municipal de Música hacía un descanso, nos dirigíamos raudos al bar que Gregorio -el soriano- tenía detrás de las casas baratas, a tomarnos un sanitex en aquel gigantesco mostrador de granito rojo y blanco, o donde la señora Teria, a comprarnos un helado de aquel limón artesano que transportaba en un singular carro. ¡Jamás volví a probar un helado de limón tan sabroso! Aunque había también casetas de bebidas y chucherías, nosotros no las visitábamos por ser muy pequeños para las unas, y muy mayorcitos para las otras. Lo que sí visitábamos cada domingo en el descanso, era la tapia del Colegio San Fernando, para robarle a Don Emilio sus adoradas rosas, y maquinar cómo conseguir favor por tan valioso regalo. Los más mayores, los que iban en busca de novia, aprovechaban a sacar a bailar a la chica que les gustaba en los pasodobles -últimos toques de la noche-, para acompañarla a su casa una vez terminado el baile. A finales de Mayo -creo que era el último domingo-, y hasta la víspera de San Juan, cuando iba a finalizar el baile, la Banda tenía la hermosa costumbre de tocarnos las “Vueltas”, para que fuéramos entrando en ambiente, y entonces éramos todos: niños, padres y abuelos los que bailábamos en perfecta comunión alrededor de los añosos plátanos. Cuando desapareció la Banda Municipal de Música, el Ayuntamiento nos colocó en el quiosco a “Los Cuatro de la Torre”: cuatro antiestéticos altavoces que emitían la música de los discos que desde las casas baratas nos ponían para que bailáramos, pero no resultó. Todos nosotros sabíamos que aquello era el principio del fin, y aunque seguimos bailando un tiempo, la cosa feneció. Los más mayores se fueron a bailar a la discoteca El Mono, y los demás, totalmente desconcertados, tuvimos que esperar impotentes a tener la edad necesaria para hacerlo. En aquella maldita hora murieron nuestra ingenuidad, nuestra pureza, nuestra inocencia y nuestros sueños.  Se difuminó súbitamente el paisaje; se marchitaron las rosas, los lirios, los azahares; callaron para siempre los amorosos ruiseñores; se esfumó la balsámica melodía del río, y la enamorada luna perdió su impoluto brillo. ¡Todo se transformó en oscuridad y silencio! ¡Jamás volvería a ser lo que fue el Paseo!

sábado, 18 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Bañarse en el río.
Aunque las crecidas de invierno dejaban en nuestra ciudad cantidad de pozos de agua fresca y cristalina en los que poder bañarnos en el verano -la Subida y la Bajada, la Pirámide, el Pozo del Coco, la Playa de los Bilbaínos, el Pozo de la Eloísa…-, nosotros elegíamos siempre el conocido popularmente como La Playa -sobre todo los días de labor-, por ser el más concurrido y el más cercano a nuestras casas. Para que ello fuera posible, la Brigada de Obras del Ayuntamiento, mediada la primavera, comenzaba a construir cada año el famoso trampolín de madera sobre los malecones -bloques de hormigón- que había justamente a la altura de donde comienzan las Piscinas Municipales, para salvaguardar de las crecidas el Paseo, desde el que nos tirábamos millones de veces de cabeza al río, y, hasta que se les ocurrió colocar sacos de cuerda sobre las deslizantes tablas, nos dábamos golpes a porrillo, mientras una pala mecánica hacía una presa de cascajo en mitad del río. En la parte trasera del trampolín había un espigón que llegaba hasta el Paseo, y otro que recorría unos cincuenta metros de río, en forma de martillo, en el que dejábamos la ropa en montoncitos a medida que íbamos llegando, quedando a la vista del más miope, vergonzosamente cagados, algunos de los calzoncillos. Allí aprendimos a nadar a estilo perro, cuando mi primo Ramón, Jerry, Larri, Fredi, el Mohicano y el Huevero nos tiraban desde el trampolín para que quitáramos el miedo. En cuanto logramos alcanzar los bloques sanos y salvos la primera vez, ya no hubo forma de sacarnos. Estos peculiares profesores, hacían nuestras delicias cuando, cogiendo “correcaina” -carrerilla- desde el Paseo, saltaban sobre el trampolín y, haciendo piruetas por el aire, entraban de cabeza en el río sin romperse nunca el cuello. Además de estos artistas del salto del trampolín, estaban Javi Sedano, que, nadando debajo del agua, iba desde el trampolín hasta la presa de cascajo, situada a más de cincuenta metros; Prudencio, que se tiraba de cabeza al agua, y para cuando salía a la superficie -aguantaba debajo del agua más de dos minutos-, todos creíamos que se había ahogado, y “El Piedra”, que como le obligaban a trabajar y a estudiar, tenía muy poco tiempo, llegaba siempre en bicicleta y al grito de “¡hay alguien debajo!”, se tiraba con ella al río. Nosotros, más modestos que unos y otros, jugábamos a tirarnos de cabeza desde el trampolín, intentando pasar por el centro de los gigantescos flotadores -cámaras de ruedas de autobús-, que llevaban Larry y Guinea, o a coger buzeando las piedras blancas que previamente hundíamos. En la orilla izquierda, cantidad de niños jugaban con calderitos y palas de plástico a hacer castillos, que siempre se hundían antes de terminarlos, o a martirizar a las pobres cucharetas, intentando inútilmente retenerlas en pequeños pocitos de cascajo, y las chicas tomaban el sol tumbaditas en las toallas que previamente habían extendido sobre el abrasante cascajo, mientras escuchaban al Dúo Dinámico, a los Sírex, a los Brincos o a los Bravos en los pequeños aparatos de radio. Y así estábamos, mañana y tarde -a pesar de ser sagrada en aquellos tiempos la siesta, siempre nos la saltábamos-, inventándonos miles de argumentos para no guardar nunca las fastidiosas digestiones: que si mojándote la nuca antes de tirarte; que si haciéndote cruces con agua en los pies; que si cagando antes de bañarte…, durante todo el verano, hasta que un fatídico año -maldito sea ml veces- el Ayuntamiento construyó la primera Piscina Municipal, abandonando para siempre la colocación del trampolín de madera y la construcción de la presa de cascajo, dejándonos a todos nosotros terriblemente desolados. Por lo demás, decirles, mientras me embarga la tristeza por recuerdo tan amargo, que los muchísimos veraneantes que venían a nuestra ciudad -para nosotros todos eran bilbaínos- elegían mayoritariamente el tramo de río que abarca la calle Ribera del Najerilla, de ahí que fuera conocido como “La Playa de los Bilbaínos”. Que los domingos y festivos íbamos a la Pirámide, donde además de bañarnos, nos comíamos las tortillas de patata a la fresca de las frondosas mimbreras y, mientras escuchábamos música y tonteábamos, preparábamos el plan para bailar en el quiosco del Paseo, cuando la suave brisa de la tarde nos aconsejara que abandonáramos el baño. Que esporádicamente hacíamos incursiones en el Pozo del Coco. Y, finalmente, que siempre había  quien prefería los lugares más lejanos, como la Subida y la Bajada, o el Pozo del Gobierno para darse un baño.

viernes, 17 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Los puentes de tabla.
Mediada la primavera, Lucerico Mínguez y su brigada se disponían a construir cada año los entrañables y añorados puentes de tabla que unirían las dos orillas del río durante los meses de estío -si antes no se los llevaba alguna riada-, facilitando el tránsito de los najerinos del casco antiguo al Paseo -solamente existía el Puente de piedra-, y haciendo las delicias de todos los críos. Llegando el mes de Mayo, todos estábamos expectantes por descubrir cuándo se producía el acontecimiento. En cuanto alguno de nosotros veía que comenzaban a amontonar en las traseras del barón los chopos recién pelados, las estacas, las tablas, los puntales y los palos, y descargaban los caballetes, las mazas y todos los útiles necesarios para el montaje, corría la voz por el colegio y nos dirigíamos allí a toda velocidad a contemplar con impaciencia el milagro. Sin dejarlos casi empezar, en cuanto habían construido un pequeño tramo -siempre comenzaban clavando sobre las estacas los maderos recién pelados-, nos lanzábamos haciendo equilibrios a conquistar la isleta de cascajo que el río dejaba en el centro todos los años, resbalándonos y cayéndonos al agua las más de las veces, pegándonos unas lomadas de espanto. Una vez construido el primer tramo, despreciando los exabruptos que recibíamos por estar estorbando, nos juntábamos todos en la isleta esperando ansiosos el comienzo del segundo siempre se ponían dos tramos de puente-, para ver quién de nosotros era el primero en llegar a la otra orilla sano y salvo, antes de que Lucerico y su brigada clavaran las tablas sobre los maderos, dejando expedito el paso. Cuando ya estaban terminados, como para nosotros no tenía ningún mérito el cruzarlos, nos metíamos debajo a verles las bragas a las chicas que pasaban, por las generosas rajas que entre tabla y tabla la brigada de Lucerico había dejado. En una ocasión, hallándose Lucerico en plena faena, una riada extemporánea de las que solían preparase en cuestión de minutos en aquella época, se lo llevó con puente y todo a hacer puñetas, y tuvieron que rescatarlo desde la barandilla del Puente de Piedra, colgado de unas cuerdas. Hechos como éste -llevarse los puentes una riada- ocurrían un año sí y otro también, ya que antes de quitarlos en el otoño, el Najerilla nos jugaba alguna mala pasada. Por lo demás, los puentes de tabla, a pesar de su humildad, de su rudeza y zafiedad, formaron parte de nuestras vidas, impregnándolas de un toque poético, que jamás podremos olvidar.

jueves, 16 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Los cojinetes.
Los cojinetes fueron en nuestra niñez los Fórmula 1 con los que nos lanzábamos al porvenir de forma temeraria por las cuestas de las calles Costanilla y Villa Pilar, alcanzando velocidades que se nos antojaban astronómicas, por lo que al ir a tomar las curvas o al pasar por las gigantescas alcantarillas, salíamos despedidos por los aires cual hojas cual hojas agostadas en un vendaval, dejándonos todo el cuerpo lleno de supurantes rasponazos. La fabricación de estos artilugios era relativamente fácil, ya que por aquel entonces en casi todos los portales había carpinterías que generosamente -no teníamos ni una puñetera perra- nos proporcionaban los palos y tablas necesarias para montarlos, y en los talleres mecánicos nos guardaban en una cajita todos los cojinetes usados, para que cuando fuéramos en tropel a pedírselos no les diéramos el coñazo. -A mí siempre me los dio Rafael Cañas-. Se colocaba un cojinete en el centro de un palo corto, que iría delante, y otros dos en los extremos de un palo largo, que iría detrás, y se unían con dos travesaños largos, clavados en forma de uve invertida, clavándoles, después, una tabla ancha en la parte trasera, para que hiciera de asiento, y un palo corto en la parte delantera, que hiciera de volante. Después, se le clavaba un palo corto en el costado del travesaño derecho, para que al girarlo hacia arriba, sirviera de freno -no frenaba nada, pero adornaba- y se le ponían puntas a medio clavar a los cojinetes en los costados para que no se corriesen al rodar. Por lo general, en cada cojinete íbamos dos chicos, uno conduciendo y el otro empujando hasta que cogiera velocidad y pudiera montarse en el palo de atrás, disfrutando así del viaje por igual. En teoría, lo de empujar y conducir se hacía por turnos, pero lo cierto es que alguno de nosotros no hicimos otra cosa que empujar. -Tiene cojinetes la cosa-. Esto era así en llano y cuesta arriba; pero cuando se trataba de bajar cuestas, ya no había normas. Todos los temerarios que quisieran podían subirse a él, a sabiendas de que el castañazo iba a ser colosal. -¡Cuántas hostias nos hemos dado!-. Curiosamente, aunque al leerse esto pudiera creerse lo contrario, los cojinetes duraban muchísimo tiempo por más golpes que les diéramos, lo que me hace pensar que nuestros generosos carpinteros de entonces, además de dárnoslo gratis, nos daban su mejor material. ¡Benditos sean, por su generosidad!

miércoles, 15 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Las comedias.
Sin que ninguno de nosotros supiera de dónde venían ni cómo lo hacían, todos los veranos aparecían súbita y fugazmente los “comediantes” en nuestra ciudad, dispuestos a hacernos pasar unas horas increíblemente hermosas, contemplando embelesados la función que, bajo un cielo repleto de rutilantes estrellas, representaban gratuitamente para nosotros en la Plaza de España. Llegaban por la tarde y, mientras nosotros jugábamos al marro o a la ía, ellos colocaban desgastadas colchas en los pilares de hierro que sujetaban la terraza de La Falange, atándolas con cuerdas arriba y abajo, para poner a continuación unos toldos (¿o eran mantas?) en los laterales, haciendo así de la carretera un improvisado camerino donde cambiarse a la hora de la actuación, sin que su intimidad fuera violada por alguna lasciva mirada. Después de cenar, a las diez de la noche, aproximadamente, la Plaza se llenaba totalmente de sillas de anea que los mayores habían llevado de sus casas para ver más cómodos las “comedias”, mientras nosotros, sin ningún pudor, nos colocábamos sentados en el suelo delante de ellos, invadiendo claramente el espacio reservado para los artistas, porque todos queríamos ver de cerca los vuelos del vestido de nuestra querida chica -ya le habíamos echado el ojo por la tarde- que, al bailar dando vueltas, nos mostrarían generosamente sus bragas, y las mallas que bajo una especie de traje de baño llevaba por medias, dejando al descubierto unas magníficas piernas. Cuando andábamos todos a hostia limpia ya -¡a ver quién cedía ante semejantes perspectivas!-, aparecía el padre de la chica y, micrófono en mano, nos anunciaba en qué iban a consistir las “comedias”: Chistes, canciones, bailes, contorsionismo, juegos de cartas y malabares…, dando comienzo a la función con un pasodoble interpretado por su mujer y su hija, acompañadas al acordeón por el abuelo de la familia. En el descanso, con una sonrisa que iluminaba toda la plaza, madre e hija vendían boletos para una rifa, en la que el afortunado -siempre eran los hombres quienes los compraban- se llevaría una botella de brandy 501, o una de anís El Mono, o una caja de farias, o cualquiera otra bagatela. Durante la venta, que a nosotros se nos hacía eterna, ambas dos repetían: “Venga, señores, que nos quedan muy pocos ya -nosotros veíamos miles todavía-. “Compren, compren, que se acaban”. Y así hasta que los vendían todos de verdad, y una mano inocente, elegida de entre el numeroso público, le alegraba la noche al afortunado. Después, concluido el ritual de la rifa, del cual hay que señalar sin más tardanza, dependía la subsistencia de la familia, volvía a repetirse lo de la primera parte: Chiste, bailes, juegos…, hasta que, a punto de dar las doce en el reloj de la torre de Santa María La Real, los comediantes daban por finalizado el espectáculo, cometiendo la gran torpeza  de anunciar que iban a pasar la bandeja; revelación ésta, que hacía que los mayores salieran de estampida de la plaza, con las sillas a cuestas. Después, mientras los najerinos íbamos retirándonos a nuestras casas más contentos que “chupín”, los comediantes, visiblemente enfadados por nuestra tacañería, desataban  y descolgaban aceleradamente las colchas de la terraza de la Falange y, como por arte de magia, una vez recogido todo, desaparecían de nuestras vidas, dejando la plaza totalmente vacía. Cuando estos nómadas -saltimbanquis, los llamábamos- dejaron de venir, hicieron su aparición en nuestra ciudad “los de la cabra”: Una familia de quinquis que, a golpe de trompeta hacían que una escuálida cabra subiera y bajara por una escalera de tijera, realizando toda suerte de equilibrios en lo alto de ella, mientras una niña descalza pasaba el plato entre la concurrencia. Hoy, después de un montón de años de lo aquí relatado, cuando al ir a repartir el correo tengo el privilegio de encontrarme con una pareja joven -seguramente gitanos-, que ameniza de cuando en cuando nuestras calles con un oreganillo transportado en un carro, mi corazón rebosa de felicidad y me siento el hombre más afortunado. ¡Benditos sean por siempre, pues, saltimbanquis, quinquis y gitanos!

martes, 14 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El Marro.
Para jugar al marro, nos colocábamos dos de nosotros a unos metros de distancia e íbamos acercándonos, paso a paso, juntando nuestros zapatos, hasta montar el del contrario y poder elegir al jugador más escurridizo. Posteriormente,  el que había perdido hacía lo propio, y vuelta a empezar hasta que no quedaba ningún jugador que elegir. En este juego no había límites: todos los que estábamos jugábamos. Una vez conformados los dos equipos, elegíamos banco -en la Plaza de España- y comenzábamos el juego, que consistía en salir de tu banco a la captura del que había salido del suyo, teniendo ventaja quien había salido el último. Era como una guerra de misiles: lanzado uno, se lanzaban todos a la caza de todos. A los que íbamos cogiendo los colocábamos  en cadena agarrados de las manos, siempre tocando nuestro banco, ya que de lo contrario no podían darles mano. Cuando solo quedaba un contrario, éste salía de su banco pitando y se iba por las callejuelas del casco antiguo para aparecer por el Juzgado o por la lechería del señor Urbano, si el banco contrario era el de la Relojería Azofra, o por las Calles Mayor o Cantarranas, si lo era el de la Carnicería Sofi, e intentar burlar nuestra vigilancia y dar mano, librando así a todos sus compañeros sin ser atrapado. Nada más abandonar su banco -ya estaba en desventaja-, salíamos detrás de él seis o siete de nosotros a darle caza, mientras los demás se quedaban vigilando atentamente la gran cadena humana para que no les diera mano. Si quien había quedado el último era el “Traperín”, la teníamos todos clara -siempre nos la clavaba, el traidor-, se metía en su casa, en la calle el Hórreo, a comerse el bocadillo de tortilla que su madre, la señora Victoria, le había preparado para cenar, y hasta que no se lo zampaba, no aparecía por ningún lugar. Huelga decir que entre tanto, todos los demás estábamos desesperados: unos esperando que les diera mano, y otros deseando cazarlo. Cuando aparecía, se hacía el fatigado, cual si hubiese estado corriendo delante de los contrarios por todos los barrios. Si burlaba la vigilancia y daba mano, sus compañeros no le decían nada, pero si no era así,  le echaban unas broncas de espanto. El juego concluía cuando un equipo lograba atrapar a todos los componentes del otro.
El Encuentro.
El encuentro comenzaba  con aquello de “chúpamela” o “córtamela”, que cualquiera de nosotros decía tras escupir en el suelo para donar: una, dos, tres, cuatro… ¡basta!, cinco, seis…, hasta veintiuna aceituna,  que era quien la quedaba quien la quedaba y tenía que ir bordeando la Plaza de España, en dirección contraria a los demás, para al llegar a su altura intentar darle caza a uno de ellos -era muy parecido a la “ía de correr”-. Cuando cogía a uno, éste se unía a él, agarrado de la mano, y así sucesivamente hasta no quedar ninguno con el que poderte cruzar -era obligatorio- en tu camino. Cuando la quedaban ya nueve o diez, este juego era apoteósico, ya que, además de ser estrecha la calle, lo que hacía que no pudieran caminar cómodamente, estaban las columnas de hierro de la balconada de la Falange y los bancos y árboles de la Plaza, para poder burlarlos haciendo piruetas por los aires, terminando, casi siempre, todos ellos por los suelos al intentar cogerte. Poquitos juegos alcanzaban un momento tan apasionante como el de encontrarte con una presa o cadena humana de quince o veinte críos y lograr burlarla sin que pudieran cazarte. Este juego -como casi todos- terminaba cuando el que la quedaba había cogido a todos los demás -cosa harto difícil por lo ya explicado-, y se llamaba encuentro por aquello de ir unos por cada lado de la Plaza hasta encontrarse, como también ha quedado reflejado.

lunes, 13 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El cantillo.
  
Este juego, al igual que otros muchos que practicábamos siendo niños, era considerado de chicas, por más que todos nosotros jugáramos a él, a todas las horas del día. Comenzábamos cogiendo un clarión y dibujando con él un gran cuadrado en el suelo, que dividíamos en seis casillas iguales, que se numeraban del uno al siete -la parte posterior del cuadrado era el número cuatro- y, tras determinar a cara de perro quién de nosotros comenzaba el juego, se cogía un canto rodado del río Najerilla, planito y liviano, y, pegándolo siempre al suelo, lo lanzábamos con la mano a la primera casilla, para ir dándole con el pie, siempre a la pata coja, dirigiéndolo a la casilla siguiente, hasta llegar de nuevo a la salida. Si hacías esto sin montar raya, sin salirte de la casilla, y sin echar los dos pies, pasabas al dos y repetías la operación, lanzando el cantillo a la casilla número dos, y así sucesivamente hasta hacer mala o, por el contrario, hacerte reguleta en el número que quisieras: “Reguleta, reguleta, que me la hago en el dos”. Esto te permitía a ti echar los dos pies, o sea, descansar en ella, y obligaba a los demás a pasársela con el cantillo y a saltar por encima de ella a la pata coja, dificultando así, un montón el juego. Al cantillo solo se le podía dar una vez, y no podías dar nada más que un salto en cada casilla. Cuando el cantillo se quedaba pegadito a la raya de la siguiente casilla, había que dar un salto y golpearlo con mucha precisión, para que no saliera disparado al quinto coño, ni se quedara en la casilla en la que estaba, ya que tu pie tenía que quedar donde antes estaba el cantillo, sin pisar la raya. Esto se me daba a mí de maravilla. De verdad que era un verdadero artista golpeándolo despacito, sin pisar la raya, dejándomelo, además, preparadito para golpearlo con facilidad en la siguiente casilla. Hasta hace muy poquito tiempo, medio siglo después de esto, aún presumía ante mi hija Cristina, cuando jugábamos al cantillo los dos. Si alguno tenía la suerte de pasarse dos veces seguidas el cantillo, y la mala leche de hacerse las reguletas seguidas, en el dos y en el tres, por ejemplo, la cosa se les ponía peliaguda a los demás jugadores. Aunque  este de las seis casillas era el más practicado por todos nosotros, existían otros que no logro recordar con precisión. Vienen a mis mientes uno que se dibujaba una gran aspa -una equis- en el centro, y tres cuadros al comenzar y al terminar. Otro creo que se jugaba dibujando ocho casillas, y, finalmente, otro que se dibujaba una línea en el centro de las tres casillas del final. Como no los recuerdo bien, prefiero finalizar. No obstante, he de decirles, que cuando hacíamos reguleta, marcábamos una equis en la casilla con el clarión.

domingo, 12 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El burro.
Dependiendo del número de jugadores que nos encontráramos en ese momento en la Plaza de España, que es donde jugábamos al “burro”, se la quedaban uno, dos o tres jugadores -a veces hubo hasta cinco-, que apoyado en el banco, descansando la cabeza sobre los brazos, el primero, y unidos, metiendo la cabeza entre las piernas del anterior, los demás, hacían de burros, para que todos nosotros saltáramos sobre ellos. Conviene aclarar ahora mismo que este juego era igual que el “Maríasubirén” y el “Chugo, media manga, manga entera” -éste no sé quién lo trajo a Nájera, pero nosotros jugamos muy pocas veces a él-, con la diferencia de que al “burro” no tenías que pedir permiso para subir y bajar: “Maríasubirén… ¡Suban!... “Maríabajarén”… ¡Bajen!, ni marcar “Chugo, media manga, manga entera”, para que te lo acertaran. Una vez colocados el burro o los burros, íbamos saltando por orden -aquí mandaba el “primer”, “según”, “tercer”…- hasta que alguno de nosotros cayera o, en su defecto, no pudiera saltar sobre los que lo habíamos hecho con anterioridad. Si esto no ocurría, el burro o los burros se caían aplastados por nuestro peso -cuando había varios ocurría con facilidad-, o nos mandaban a hacer puñetas, quedándola otra vez. Esto ocurría muy pocas veces, ya que cuando habíamos saltado cuatro o cinco, aunque el primero se adelantara todo lo posible hacia el banco, el último estaba colgado de malas formas, asido a la ropa de alguno de nosotros, por lo que al saltar el siguiente se iba rápidamente al suelo. A veces -¡qué cabronazos éramos!-, al saltar, poníamos el pie en el culo del burro para impulsarnos y nos íbamos todos a tomar por el saco, recibiendo una bronca de espanto.
La tómbola de la caridad.
Otro acontecimiento que era ajeno a nosotros, pero que formaba parte de nuestro escenario, era la “tómbola de la caridad”, que las mujeres de Acción Católica -me parece que era así como se las llamaba- montaban todos los años, a mediados de verano, en la Plaza de España, justo donde los funcionarios del Ayuntamiento aparcan actualmente sus utilitarios. Creo recordar que la abrían al atardecer, después de salir del rosario, y que el regalo más grande que se podía encontrar en los baldes de plástico que contenían los boletos -la inmensa mayoría de ellos con el típico “repita la suerte”-,  era un juego de cazuelas o de pucheros, atados con cuerdas, en forma de pirámide, del más grande al más pequeño. En ocasiones, cuando nos divertíamos bajando por la cárcava -cómo seríamos de enanos- desde el hoyo, donde nacía, hasta el cascajo, donde acababa, nos parábamos en la espléndida alcantarilla que junto a la tómbola había -en realidad eran dos  grandes en una-, con la sana intención de verles a las chicas las bragas, pero las que a nosotros nos gustaban, no acudían nunca al reclamo de los pasodobles que a todo volumen ponían éstas pías mujeres  para atraer a los parroquianos. Sin llevarnos mal rato por ello, salíamos de la cárcava hechos unos auténticos marranos, y, como si no hubiera pasado nada, con increíble algazara, nos poníamos a jugar, ajenos a la “tómbola de la caridad”, al encuentro o al marro, que era a lo que a esa edad estábamos llamados.

sábado, 11 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Los cromos.
Jugar a los cromos con las chicas era una auténtica gozada, no ya por ganárselos o no,  sino por observar con qué pulcritud los metían y sacaban de las cajitas metálicas rojas de Laxen Busto -pastillas para cagar a gusto- en las que los llevaban. Siempre sentí una admiración increíble por ese gesto tan delicado y hermoso, aunque jamás lo confesara. Cuando jugábamos con ellas, casi siempre lo hacíamos del modo tradicional, el de ponerlos en el suelo boca abajo y volverlos con la mano en forma de cazo para ganártelos; aunque también lo hacíamos dejándolos caer desde una pared, a un metro de altura aproximadamente, hasta que alguno montara otro al caer al suelo. Cuando jugábamos solo chicos, que era la mayoría de las veces, lo hacíamos casi siempre al “puño levanta puño”, que consistía en ponerte una cantidad determinada de cromos en la palma de la mano, cubriéndolos con la otra, y al grito de “puño, levanta puño”, la levantabas dejándolos al descubierto para que quien jugaba contigo dijera cuántos había a juzgar por el bulto. Si decía veinte, por ejemplo,  y solo había cinco, tenía que pagarte quince cromos; si lo hacía al contrario, diciendo menos de los que había, tenía que pagarte igualmente la diferencia. Para esto nos las ingeniábamos de maravilla algunos de nosotros. Si los cromos eran nuevos -abultaban muy poquito- te los ponías aplastaditos y parecía que apenas tenías, por lo que todos decían una cantidad pequeña y tenían que pagar un montón de cromos por la diferencia. Si, por el contrario, los cromos eran viejos, te ponías un papel aplastado, debajo, y tres o cuatro cromos encima, y todos decían cantidades altísimas, por lo que, igualmente, tenían que pagarte la diferencia. Nosotros, a diferencia de las chicas, que como ya ha quedado dicho los llevaban pulcramente colocaditos en sus cajitas, llevábamos los cromos de cualquier forma: en los bolsillos del pantalón corto, en el de la camisa, en los del abrigo, y siempre con otros objetos: canicas, llaveros o piedras -cualquier cosa podía aparecer por allí-, por lo que huelga decir que los nuestros, aunque fueran recién comprados, estaban siempre hechos un asco, razón por la que las chicas evitaban jugar con nosotros siempre que podían, Y es que. Amigos míos, menester es reconocer que para ciertas cosas éramos muy poco delicados.

viernes, 10 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.


El comedor escolar.
Quedarse a comer en el comedor escolar era un auténtico chollo. Además de comer de primera -mi querida y añorada Esme siempre me trató a cuerpo de rey-, como lo hacías allí mismo, tenías un montón de tiempo extra para jugar o hacer lo que quisieras antes de entrar a la escuela por la tarde. Dependiendo de la estación del año, lo utilizabas en jugar allí mismo, en bañarte en La Playa, en pescar cangrejos, o en explorar huertas en busca de fruta fresca, o choperas en busca de tréboles de cuatro hojas. Todo menos acordarte de la escuela. La comida la hacía la Esme en la casa que había donde la leñera, y no sé porqué extraña razón, no siempre la servían las mismas personas -al parecer acudían allí chicas jóvenes a hacer el obligado “servicio social”-, aunque después de los años, he sabido por algunas de ellas, que tenían orden de echarnos más comida a mis compañeros y a mí, que al resto de los colegiales que ocupaban las demás mesas. El menú estaba compuesto de un primer plato: pasta, sopa con garbanzos, verduras y legumbres; un segundo: carne y pescado; y el postre: una pieza de fruta, naranjas y manzanas principalmente. Y para beber, una jarra de agua corriente, que no mata a la gente. Nos sentábamos cuatro niños en cada mesa, y podría haber unas veinte. A nuestro cuidado siempre se quedaba una maestra, que comía allí con nosotros, en una mesa aparte, y que yo recuerde, las que se encargaron de ello mientras yo estuve, fueron doña Aurora y doña Enriqueta. En diciembre, unos días antes de las vacaciones de Navidad, nos hacían una comida especial, y nos daban doble ración de postre. Después, sin saber ahora mismo el porqué, el comedor escolar se cerró para siempre. Desconozco los entresijos que tenía su funcionamiento, pero puedo decirles a ustedes, amigos lectores, que tratándonos como nos trató, seguro que perdió dinero mi querida y añorada Esme. Y sin movernos de la época ni del lugar, les contaré a ustedes, que aprovechábamos el tiempo, también, para buscar horcas de avellano con las que hacernos los famosos tiragomas, ya saben: la horca, dos gomas largas atadas a ella, con un trozo de cuero al final, que era donde se ponía la piedra, para cazar pájaros -qué ilusos-, o librar los cruentos ataques, de los que, obviamente, siempre salíamos indemnes. Para ir donde Isidoro, a por azufre, para mezclarlo con una pastilla que previamente habíamos comprado en la farmacia -ahora mismo no recuerdo cómo se llamaba-, y, tras colocarle una piedra plana encima, pisarla con fuerza para provocar una explosión enorme. Para hacer acopio de pica pica -semillas de los Plataneros-, para metérsela por el pescuezo a nuestros compañeros en plena clase. Y para huir del temible Lubumba -un forestal que hubo en Nájera, que llevaba escopeta-, cual si fuera la misma peste.

jueves, 9 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Tomar la fresca.
En los meses de estío, cuando nuestros padres iban a las fábricas y a los talleres de carpintería montados en las flamantes bicicletas BH y ORBEA, con la pinza colocadita estratégicamente en la pierna derecha del ancho pantalón azul para que no se les manchara con la grasa de la cadena, existía la hermosa costumbre de tomar la fresca, que no era sino un pretexto para alargar las horas de asueto, incluidas las de después de la cena. A media tarde -a las cinco y media-, cuando acallaban las tupíes, las cepilladoras y las sierras, nuestros padres inundaban las calles y plazas, las huertas y choperas, el río y sus riberas, disfrutando en perfecta comunión con la naturaleza, de las maravillosas excelencias que les brindaba esta bendita tierra. Unos lo hacían charlando, apoyados o sentados en las barandillas del Puente de Piedra, pasando de cuando en cuando exhaustiva revista a algún buen par de piernas. Otros en el río pescando truchas, zarpeños, cangrejos, bobas, anguilas o lampreas. Los más, paseando plácidamente por el Paseo, las choperas y las riberas, extasiados con la mezcolanza de sonidos y aromas. Había también, quienes, además de disfrutar de todas esas maravillas, se iban a merendar a los envases que se abrían en las bodegas que existían en las angostas callejuelas. Y no faltaban quienes chiquiteaban por los bares mientras resolvían ruidosamente los avatares de la liga. Todos, absolutamente todos, disfrutaban de su tiempo libre sin prisa, saboreando cada momento, cada lugar como si el día no fuera a acabarse nunca, mientras nosotros hacíamos lo propio, jugando en la Plaza de España, al marro, al encuentro, al burro, al cantillo, a la soga y a la ía, que no era precisamente tomar la fresca, pero era lo que nos divertía. Por las noches, después de cenar, grandes y pequeños bajábamos a los portales con bancas y sillas, y mientras nuestros padres charlaban pausadamente, disfrutando de la quietud y la dicha, y nuestras abuelas se batían el cobre alrededor de una mesa camilla jugándose a la brisca la perra chica, nosotros soltábamos a los cerdos de las pocilgas y jugábamos con ellos a las carreras -qué palazos les metíamos en las costillas- antes de que se zamparan el caldero de berza, harina y patatas cocidas. Después, cuando la fresca se iba -lo que nos pudo costar saber quién era esa tal fresca que se iba y venía cuando nuestros padres querían-, todos nos metíamos en la cama felices y contentos y dormíamos a pierna suelta, esperando vivir de nuevo la aventura.

miércoles, 8 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Colecciones de cromos.
Las colecciones de cromos eran en aquellos años como una plaga: sin terminar de hacer una ya habían salido tres o cuatro nuevas a la venta. Y eso que a nosotros no se nos daban tantas facilidades como a los niños de ahora, que pueden pedir a la casa, mediante pago de equis euros, los veinte o treinta que les falten para completarla. Antes teníamos  que terminarlas a puro huevo: cambiando,  buscando, rogando, robando y quedándote sin paga antes de dártela. Los domingos por la mañana, nada más recibir de nuestros padres la peseta del uno, que era lo que teníamos estipulado de paga, nos dirigíamos en tropel a las librerías de Izquierdo y de Gascón -cambiábamos de librería por ver si así conseguíamos los que nos faltaban- y, mucho antes de comenzar la obligada misa, ya estábamos todos jurando en arameo porque nos habían salido todos los cromos repetidos y nos habíamos quedado sin la preciada paga. La algazara que se preparaba entonces era increíble: todos acudíamos atropelladamente a ver si conseguíamos al menos uno de los que nos faltaban -ésos que la puñetera y desalmada casa nunca sacaba a la venta para que te desanimaras y cambiaras de colección antes de terminarla-, rogando unos: cámbiamelo a mí”, cámbiamelo a mi”, y espetando otros: “tú te jodes, que yo a ti no te cambio nada”. Total que, jodido y apaleado, como dice el dicho popular, te dirigías a la Parroquia de Santa Cruz a ver qué cura estaba diciendo la misa, para que cuando te preguntara tu madre en casa -si no ibas a misa no había paga-, y te ibas a cualquier banco de la Plaza de España, con los bolsillos del pantaloncito corto a punto de estallar de la cantidad de cromos que portaban, a confeccionar la lista que llevarías siempre encima, cual si fuera la cosa más sagrada. Cuando estábamos en la escuela, en lugar de interesarnos por quién vendió su reino por un plato de lentejas, que a decir verdad no nos iba a servir de nada, nos dedicábamos a tachar números de nuestras listas, a base de darles diez, quince y hasta veinte cromos por uno a los típicos chamas. Cuando llegábamos a casa, preparábamos el engrudo con la harina y el agua y, después de haberle puesto la cocina como un cristo a nuestras madres del alma, nos poníamos a pegar acelerada y torpemente nuestros adorados cromos en el grasiento y manoseado álbum, para irnos llenos de satisfacción a la cama. Las colecciones, como todo en aquella época, eran unas para niños y otras para niñas, y, normalmente, estaban relacionadas con las últimas películas que se proyectaban en nuestras salas. Así, por ejemplo, ellas hacían la de “Sisí Emperatriz” mientras nosotros hacíamos la de “Rintintín” -no recuerdo si se escribía así-, donde el Cabo Rusti, con el pastor alemán que le daba nombre a la colección y a la película, mantenía limpias de indios salvajes y desalmados las “impolutas” colonias americanas. De este modo, los niños llegábamos a tener en nuestras casas las colecciones de “Grandes Jefes”, donde venían todas las tribus indias: sioux, navajos, cherokis, mohicanos, semínolas, comanches, apaches… “Rintintin” -o como quiera que se escriba-, anteriormente nombrada, que iba de los tantas veces aplaudidos y vitoreados por todos nosotros en la penumbra del cine soldados americanos; “La conquista del Oeste”; “55 días en Pekín”; “Ben-Hur”; “Los diez Mandamientos”; “La vida es una tómbola” y todas las marisoladas, además de las que hacíamos poniéndonos morados de chocolate, como por ejemplo, el “Loyola”, que era el que yo compraba y tenía cuatro o cinco diferentes de la Historia Sagrada. Y antes de que algún avispado lector se apresure a decir que me he dejado alguna, me dispongo a concluir el artículo confesándoles abiertamente que, por diferentes razones, entre ellas  la de no darles a ustedes más la lata, han sido omitidas muchas;  y alguna de ellas, me consta, muy digna de ser aquí citada.