viernes, 15 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

El juego de la Trus.
Como iremos comprobando a lo largo de diferentes artículos -para qué nos vamos a engañar-, a la escuela íbamos a todo menos a estudiar; y tanto en horas de clase como en el recreo, no parábamos de poner en práctica lo único que sabíamos hacer: jugar. El juego de la “Trus” lo inventó mi compañero y amigo Javi Moreno -más conocido en nuestro mundo como “Javitrus”-, y consistía en librar luengas y cruentas batallas entre los ejércitos de uno y otro compañero de pupitre, hasta que uno de ellos se hiciera con el castillo del otro, proclamándose vencedor de la encarnizada batalla campal. Hasta aquí todo podría parecer normal; pero lo más gracioso de todo -nunca supe cómo nos lo pudieron tolerar- es que jugábamos mientras don Emilio explicaba la lección, y utilizábamos como marco de nuestras batallas el mismísimo pupitre, hasta que fuimos totalmente incapaces de distinguir quiénes eran los guerreros de uno y de otro, de lo chapuceramente garabateado que estaba ya. Y lo peor de todo fue que este juego, que nació como un entretenimiento suyo y mío, como dicho ha quedado ya, terminaron poniéndolo en práctica todos los demás. Cuando nos fue imposible ya seguir jugando en los pupitres, los bosques del mundo entero comenzaron a temblar, porque gastábamos tantas hojas de cuaderno practicándolo, que las librerías todas se quedaron sin material. Los dibujos, si así se les podía llamar, eran flamantes castillos medievales desde los que las catapultas no cesaban de disparar terribles y devastadoras bolas de fuego -cada disparo era una raya de bolígrafo sobre el papel; imagínense ustedes qué cacao-, mientras la infantería se rompía los cuernos -de los cascos, ¡cuidado!- a espadazo limpio, hasta dejar el campo de batalla lleno de cuerpos descuartizados, y la hoja del cuaderno sin poder trazar una raya más. Las batallas no eran silenciosas, como el lector pudiera pensar, no; todas ellas iban acompañadas de los sonidos pertinentes, según fuera el material con el que los bravos guerreros se pusieran a luchar, con lo que el cisco que preparábamos no es para contar. Lo que no consigo entender -aparte de que don Emilio nos permitiera esta temeridad- es por qué lo bautizo Javi como “el juego de la Trus”, ya que ningún héroe de los nuestros se llamó así jamás. Sea como fuere, lo cierto es que este apasionante juego destacó sobre todos los demás. Y ya que viene a colación, les hablaré de algunos más de los muchos que practicábamos en horas de clase, en lugar de estudiar. Comprábamos todos cuadernos y libretas de papel cuadriculado y, en vez de rompernos los cascos llenándolos de godos, visigodos, verbos, adverbios, circunferencias, trapecios, cabos, golfos, judas, legionarios y demás, jugábamos a marcar cada uno una rayita dentro de un gran cuadrado, hasta que al no poder marcar más sin peligrar, uno de nosotros se tenía que mojar -a los que lo dominábamos nunca nos cerraban más de seis- dejándole el camino expedito al otro para que cerrara un montón de cuadraditos, dejándote a ti cuatro o cinco nada más. Jugábamos mucho también al juego de las faltas, ese que ponías la primera letra de una palabra que te habías inventado, y hacías tantos guiones como letras tuviera, tanto en la palabra como debajo de ella, en las faltas, que era las que podía fallar. Y, finalmente, para no aburrir al personal, nos dedicábamos también, aunque en menor medida, a hundir barquitos que nada nos habían hecho, y que estaban tan ricamente en la mar. ¡Que ya son ganas de chinchar!