jueves, 20 de diciembre de 2018

Recuerdos de infancia.


Belenes, villancicos y dulces.
Mucho antes de que nos dieran las vacaciones de Navidad, los niños najerinos vivíamos sumergidos en una indescriptible alegría, merced a lo muchísimo que para nosotros significaban esas entrañables y benditas fiestas. Desde finales de noviembre, la radio no paraba de anunciarnos entre villancico y villancico que los mazapanes Segura eran exquisitos, mientras que el programa “Por la sonrisa de los niños”, con la música de “España cañí” de fondo, nos exaltaba hasta límites insospechados, haciéndonoslas vivir, como si siempre fuera Navidad. A primeros de diciembre, como cada año, Francisco Hidalgo comenzaba a poner en el escaparate de la calle Cuatro Cantones el inmenso belén que nosotros desgastábamos con la mirada, mientras le llenábamos de babas y mocos los cristales, además de dejar impresas en ellos las grasientas huellas de nuestras inocentes manos. ¡Cuántas horas pasábamos contemplándolo! Entre tanto, en nuestras casas ya se empezaba a diseñar el belén: dónde sería colocado; cómo habríamos de montarlo; qué materiales nos harían falta…, y así aparecía la palabra mágica: ¡musgo! Esa palabra significaba para nosotros diversión a raudales. Todos los niños de Nájera subíamos al Castillo con cestas, cestitos pequeños, cajas de cartón y bolsas de plástico a recogerlo, y nos lo pasábamos como los indios jugando por aquellos seductores y enigmáticos parajes mientras lo recogíamos. Cuando ya teníamos el suficiente, nos dirigíamos hacia la Plaza de España cantando villancicos en mil tonos diferentes, a presumir de nuestra cosecha ante los mayores, mientras jugábamos un poco al “encuentro” y al “marro”. Después vendrían las cortezas de la serrería de Artemio Ochoa para el portal de Belén, los ladrillos quemados de la tejera para las montañas, el papel de plata para los ríos, la arcilla para las pirámides de Egipto y los pozos de agua, el papel azul celeste lleno de estrellas para el desierto, y todos los accesorios necesarios para su montaje. Cuando esto ocurría, cuando lo montábamos, pasábamos horas increíblemente hermosas, a pesar de no hacer otra cosa que estorbar, porque la ilusión era nuestra; nosotros éramos los verdaderos protagonistas, pues, al cabo, ¿para quién si no para nosotros se montaban los belenes? Aunque el concurso que cada año convocaba el Ayuntamiento te animaba a intentar montar el mejor de todos, para que merced a los tres premios de los que estaba dotado hubiera más dulces en la mesa, la realidad era que para nosotros la verdadera recompensa radicaba en el hecho de montarlos. Eso nos hacía inmensamente felices. ¿Puede, por ventura, haber un premio mayor? Por la Calle Mayor, centro comercial por excelencia, sonaban villancicos a todas las horas del día, y desde la torre del Monasterio de Santa María La Real, nuestras pueriles voces se dispersaban por los vientos najerinos con la ilusión y el cariño que los colegiales poníamos en todos y cada uno de los villancicos que desde allí cantábamos. Todo olía a Navidad: escaparates, villancicos, programas de radio, belenes… ¡hasta la nieve se sumaba a ello! Pero lo verdaderamente bueno, lo que mayor impronta dejó en nosotros venía después de haber escuchado en la radio aquello de: “25.346/ 125.000 pesetas; 16.002/ 125.000 pesetas…”, y de haberles escuchado a nuestros padres que lo principal era la salud, tras comprobar que no les había tocado el gordo. -¿Quién puñetas sería ese gordo?- Era entonces cuando disfrutábamos de verdad, acurrucaditos en el fogón, resguardados nuestros riñones por la chimenea, contemplando embelesados cómo hacían nuestras madres el almíbar con los higos chumbos, las manzanas, las peras, los membrillos, las ciruelas y uvas pasas, la canela y el azúcar. Eso era inenarrable para nosotros. Estábamos calentitos, gozábamos de la compañía de nuestra madre -normalmente estábamos todo el día en la calle- y mangábamos esto o aquello mientras ella se hacía la tonta. Cuando ya estaba todo hecho, sin mediar palabra, acababas, sin saber cómo, en su divino regazo, esperando la llegada del hombre de la casa. ¡Qué acto más maravilloso y profundo! ¡Cuánto daría, Celineta mía, porque me tuvieras así de nuevo aunque solo fuera un segundo! Después, una vez llegada la Navidad, venían las trasnochadas, los villancicos a golpe de pandereta, los chistes y bromas con los que te sentías ingenioso y maravilloso, a pesar de no llegar nunca a ver al hombre que cada año llegaba a nuestra ciudad el 31 de diciembre con más ojos que días tiene el año, los turrones, el guirlache, los mazapanes, los nevados, el almíbar y otros dulces. Y así, a fuerza de sacar la bota María, nos dormíamos ebrios de felicidad.