Los días 18 y 25 de
Julio, existía la costumbre -hermosa como todas- de ir a pasar el día al campo.
Preparábamos todo muy de mañanita: paellera, cazuelas, ensaladeras, platos, vasos,
cubiertos, manteles, servilletas, patatas, arroz, sal, aceite, vinagre,
sandías, melones, el vino y la gaseosa, los trajes de baño, las sandalias de
goma y las mantas de cuadros para la siesta, y lo cargábamos todo en un carrito
tirado por un burro pequeño, y nos íbamos toda la familia a pasar el día al
campo, siempre a orillas del río Najerilla, en sus frondosas choperas,
separados de las feraces huertas por un polvoriento caminito de tierra,
conocido popularmente como “el camino de las huertas”. Llegábamos al lugar
elegido -nosotros siempre íbamos a la “Fuente de la Requitrona”-, y mientras
nuestras madres preparaban el “campamento” y la fogata para hacer la comida,
nuestros padres hacían acopio de lechugas, tomates y cebollas -siempre iba con
nosotros alguien que tenía huerta- para la ensalada -también la hacíamos de
berros-, y cangrejos y caracoles para la caldereta o la paella. Nosotros, como
en aquellos maravillosos años las estaciones eran fieles y hacía un sol de
justicia, no parábamos de darnos refrescantes baños en las límpidas y frías
aguas del río Najerilla. Cuando todo estaba preparado, nuestros padres llegaban
al río y se ponían a pescar truchas, mientras nuestras madres, remangándose el
vestido -con qué arte lo hacían-, se aventuraban a meterse hasta que el agua
les llegaba a las pantorrillas, y se salían haciendo equilibrio a tomar el sol
sentaditas en la orilla, vigilándonos a unos y otros con miradas amorosas y
atentas. Y allí estábamos nosotros viviendo intrépidas aventuras, navegando en
gigantescos barcos -chopos y mimbreras arrastrados por las crecidas-, buceando
en busca de preciadas perlas -piedras blancas que tirábamos al fondo para
cogerlas- y correteando por las peligrosísimas selvas del Amazonas -las
choperas-, tiritando de frío y con la piel más arrugada que una pasa de
ciruela. Después de habernos llamado mil veces -no había forma de sacarnos del
agua-, nos poníamos a comer a toda velocidad para echarnos cuanto antes la
obligada siesta en las mantas de cuadros -las que se usaban para los ganados y
para los transportes de muebles- a la sombra de una frondosa mimbrera y volver
de nuevo, una vez hecha la digestión -esto era sagrado-, a bañarnos al río
Najerilla hasta la hora de irnos a casa. Nuestros padres, por su parte, después
de una pausada y amena sobremesa, recogían todos los cacharros y se ponían a
jugar a las cartas. Cuando comenzaba a anochecer, cargábamos todo en el carrito
y, con las alforjas repletas de hermosos recuerdos, emprendíamos el viaje de
regreso a casa, tropezándonos por el camino a cantidad de amigos que, henchidos
de felicidad como nosotros, nos deseaban felices sueños.