jueves, 21 de mayo de 2020

Trampa mortal

Tal y como vengo advirtiendo desde hace días, hace más de medio año que existe una trampa mortal -pongo mortal, porque realmente lo es- en la carretera, si así se le puede llamar, que cientos de coches utilizan diariamente para ir y venir al Polígono Industrial, y para  venir de Logroño a Nájera a trabajar e irse de Nájera a Logroño a descansar, en el túnel de la antigua circunvalación, muy utilizada para pasear. Se trata de una arqueta de metro y medio de profundidad, aproximadamente, a ras de suelo, en el canal de riego de la mano derecha, saliendo de Nájera, que, aunque tiene un cono pequeño como señal de peligro, ahora mismo no sirve de nada. Desde que comenzó el desconfinamiento, centenares de najerinos salen a pasear por el camino de las huertas, y vuelven por el camino del Polígono industrial. Cuando llegan allí, si sube o baja un coche, se tienen que orillar, y a esas horas: las nueve y media, diez, diez y media de la noche, no se ve ni a jurar, y pueden caer en ella, rompiéndose, en el mejor de los casos, una pierna o la columna vertebral. Desconozco de quién es la responsabilidad de cubrirla con una chapa de hierro o, en su defecto, señalizarla de forma más visible y segura, mas si yo fuera del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Nájera, esta trampa mortal estaría eliminada hace tiempo ya, sin lugar a dudas.

Recuerdos de infancia.

Ir andando a las fiestas de los pueblos.
Esta hermosa costumbre era seguida por toda la chiquillería de Nájera, que desde primeras horas de la tarde, comenzaba a desfilar por la carretera camino del pueblo que se encontrara en fiestas. A juzgar por las distancias de los demás, es de suponer que solamente íbamos a Tricio, Huércanos y Uruñuela, muy cercanos los tres a nuestra ciudad. Por increíble que pueda parecer, la juerga en sí era lo que menos nos importaba; de hecho, para cuando ésta empezaba, nosotros ya estábamos metiditos en la cama. Lo que de verdad nos movía a ir andando a las fiestas de los pueblos, era el ir echándole el ojo a los frutales que por el camino nos íbamos encontrando -empleábamos horas en ello-, para “visitarlos” a la vuelta, y el ir preparando el plan con la chica que te hacía tilín, para que, al amparo de la noche, te lanzaras en busca de un beso robado, mientras le ofrecías los mejores frutos de la huerta; aunque a la hora de la verdad -esto era así-, de no haber sido por ellas -eran más valientes que el Cid-, la mitad de las veces nos habríamos quedado sin probar las excelsas fresas, ciruelas, manzanas y peras. No obstante y aún así, reconociendo públicamente que éstos eran los verdaderos motivos de nuestras largas caminatas, lo cierto es que cuando llegábamos a la verbena del pueblo, unas tres horas después de haber salido de casa, a pesar de haber sólo dos kilómetros de distancia, nos liábamos a bailar suelto como locos, mientras los mayores departían ruidosamente sentados en las terrazas. Era increíble el cisco que preparábamos ensayando los pasos de moda, aunque la música que interpretara la orquesta no pegara con ellos ni con cola. Y cuando comenzaba el popurrí final, hacíamos un corro tan grande, que éramos la admiración de la plaza. Luego, como ya ha quedado dicho, de regreso a casa, íbamos desfilando todos en cuadrillas por la carretera, dispuestos a asaltar las huertas y compartir sus mejores frutos con la chica que furtivamente llevabas agarrada. Conviene aclarar sin más tardanza, que nuestros padres nos consentían esta práctica -la de ir andando a los pueblos, ¡ojo!-, porque en aquellos maravillosos años, por nuestras carreteras apenas circulaba algún seiscientos o alguna cabra. Curiosamente, cuando crecimos un poquito y nos convertimos en hombrecitos de pelo en pecho -¡ya será menos, chaval!-, no fuimos capaces de ir nunca más chicos y chicas de Nájera juntos a los pueblos a bailar. El que ellas y nosotros saliéramos con chicos y chicas de otros pueblos se convirtió en algo habitual.