viernes, 10 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.


El comedor escolar.
Quedarse a comer en el comedor escolar era un auténtico chollo. Además de comer de primera -mi querida y añorada Esme siempre me trató a cuerpo de rey-, como lo hacías allí mismo, tenías un montón de tiempo extra para jugar o hacer lo que quisieras antes de entrar a la escuela por la tarde. Dependiendo de la estación del año, lo utilizabas en jugar allí mismo, en bañarte en La Playa, en pescar cangrejos, o en explorar huertas en busca de fruta fresca, o choperas en busca de tréboles de cuatro hojas. Todo menos acordarte de la escuela. La comida la hacía la Esme en la casa que había donde la leñera, y no sé porqué extraña razón, no siempre la servían las mismas personas -al parecer acudían allí chicas jóvenes a hacer el obligado “servicio social”-, aunque después de los años, he sabido por algunas de ellas, que tenían orden de echarnos más comida a mis compañeros y a mí, que al resto de los colegiales que ocupaban las demás mesas. El menú estaba compuesto de un primer plato: pasta, sopa con garbanzos, verduras y legumbres; un segundo: carne y pescado; y el postre: una pieza de fruta, naranjas y manzanas principalmente. Y para beber, una jarra de agua corriente, que no mata a la gente. Nos sentábamos cuatro niños en cada mesa, y podría haber unas veinte. A nuestro cuidado siempre se quedaba una maestra, que comía allí con nosotros, en una mesa aparte, y que yo recuerde, las que se encargaron de ello mientras yo estuve, fueron doña Aurora y doña Enriqueta. En diciembre, unos días antes de las vacaciones de Navidad, nos hacían una comida especial, y nos daban doble ración de postre. Después, sin saber ahora mismo el porqué, el comedor escolar se cerró para siempre. Desconozco los entresijos que tenía su funcionamiento, pero puedo decirles a ustedes, amigos lectores, que tratándonos como nos trató, seguro que perdió dinero mi querida y añorada Esme. Y sin movernos de la época ni del lugar, les contaré a ustedes, que aprovechábamos el tiempo, también, para buscar horcas de avellano con las que hacernos los famosos tiragomas, ya saben: la horca, dos gomas largas atadas a ella, con un trozo de cuero al final, que era donde se ponía la piedra, para cazar pájaros -qué ilusos-, o librar los cruentos ataques, de los que, obviamente, siempre salíamos indemnes. Para ir donde Isidoro, a por azufre, para mezclarlo con una pastilla que previamente habíamos comprado en la farmacia -ahora mismo no recuerdo cómo se llamaba-, y, tras colocarle una piedra plana encima, pisarla con fuerza para provocar una explosión enorme. Para hacer acopio de pica pica -semillas de los Plataneros-, para metérsela por el pescuezo a nuestros compañeros en plena clase. Y para huir del temible Lubumba -un forestal que hubo en Nájera, que llevaba escopeta-, cual si fuera la misma peste.