viernes, 24 de diciembre de 2010

Feliz Navidad, para mis cantores, y para quienes ya no están con nosotros.

  Tenía fama de Santo, y a quienes se la pusieron no les faltaba razón. Eusebio era el Sacristán de las monjitas cerradas (así es como se las llamaba, por ser de clausura), y vivió con Hermenegilda, su mujer, en la casa que éstas tenían adosada al Convento, en la calle San Fernando, donde llegó a tener hasta diecinueve hijos, de los que, por razones obvias en aquella época, sólo a trece pudo criar.
   Los tiempos no eran fáciles después de la trágica Guerra Civil que acababan de vivir (el pueblo de Eusebio fue duramente castigado por la barbarie y la sinrazón que el odio y la ignorancia llevan aparejadas) y, por escasear, escaseaba hasta lo más esencial para subsistir, por lo que había que defenderse como fuera, no sólo ya para tener derecho a algunas medicinas con las que combatir tanta enfermedad como había, sino para poder llevarse honradamente a la boca un mendrugo de pan.
   A pesar de tanta vicisitud (si difícil era sobrevivir uno solo, cuánto más sería hacerlo toda ésa tropa), jamás nadie le oyó proferir exabrupto alguno, ni contra Dios, ni contra sus convecinos. Nadie podía decir, sin faltar a la verdad, que Eusebio le hubiese insultado, calumniado, amenazado o zarandeado nunca, por más motivos que para ello pudiera tener. Su fe en Dios era ciega, y sabía a ciencia cierta que lo que Él tuviera dispuesto, ningún humano lo podría truncar. Aceptaba cuanto le ocurría con resignación y humildad, y tanto en lo malo como en lo bueno, sabía contener prudentemente sus emociones, para que nadie se pudiera violentar.
   Un poco antes de que yo naciera, ocurrióle a Eusebio la mayor de sus tragedias: la niña de sus ojos, Mari carmen, la pequeñita de la casa, la misma que graciosamente chantajeaba a mi padre, cuando éste iba a ver a mi madre, diciéndole en el portal, con una sonrisa angelical, que si le daba una perra chica subía a avisar a su hermana Celina de que su novio Benedicto la estaba esperando, murió con tan sólo once años, cuando del carro en el que se había montado (antes se practicaba mucho lo de engancharse y montarse en los carros), al subir una cuesta, rodaron los hierros que transportaba, con tan mala fortuna que, al caer al suelo unos y otra, le golpearon mortalmente la cabeza.
   Cuando Eusebio fue avisado de tan trágico suceso, con la humildad de un humilde, exclamó: “Dios me la ha dado, Dios me la ha quitado. Bendito sea Dios.” Y ni una sola lágrima brotó de sus amorosos ojos.
   Durante el velatorio de la infortunada niña, Eusebio no permitió que su mujer, Hermenegilda, ni ninguno de sus hijos lloraran por ella, porque hacerlo, según sus firmes creencias, fuera ofender al Señor. Y cuando el escribiente de la empresa en la que el carretero trabajaba, se presentó en su casa para llegar a un “arreglo económico” con el que tranquilizar la conciencia de quien le pagaba, Eusebio, con voz solemne, le dijo: “Yo no comercio con la muerte de mi hija. Puede irse usted tranquilo a decirle a su señor, que no tiene deuda alguna conmigo.”
   Al poco tiempo de este luctuoso suceso, apenas hube nacido yo, aquel hombre que a todos los que lean este verídico relato podría parecerles de hierro, murió sin decir nada, en el más absoluto silencio. Y cuentan los viejos, de noche al brasero, que alguien lo vio en más de una ocasión, con su bienamada hija del brazo, viajando feliz por el inconmensurable Cielo, llevando a Benedicto y a Celina, de sus amorosas manos asidas, detrás de ellos.