lunes, 20 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Días de ocio y rosas.
Los que tuvimos la fortuna de ir a la escuela con Don Emilio, disfrutamos de cantidad de horas extras de recreo cuidando su bienamado jardín, cambiando las aburridas y complicadas operaciones de sumar, restar, multiplicar y dividir, por sobres de papel con semillas de flores, azadillas, rastrillos y tijeras de podar. Nos sacaba de clase al azar, dándonos un cariñoso golpecito en la cabeza con el palo que llevaba siempre escondido en su espalda, mientras con voz queda decía: “Cierra el libro y ven conmigo, Hervías”… y con un semblante diametralmente opuesto al mostrado en la escuela, nos daba divertidas lecciones sobre los misterios y caprichos de la tierra y su forma de actuar. El jardín comenzaba a ambos lados de los arqueados y aromáticos cipreses que hacían pasillo desde el Paseo hasta la escuela, y se extendía a lo largo de la peculiar tapia que la circundaba, descolgando de ésta, en su parte frontal, abundantes ramilletes de rosas, que los domingos de primavera, todos los niños de Nájera le íbamos a mangar. En la parte de atrás, tenía Don Emilio un gran manzano -en el que nos subíamos cuando jugábamos en el patio a la “ía de correr ataos”- y algunos árboles frutales más, con los que, haciéndose el despistado, nos mataba el hambre cuando no teníamos dónde robar. El trabajo, si así se le puede llamar, era de lo más liviano y divertido, porque no nos metió prisas jamás. Estando en plena faena, se liaba tranquilamente un cigarro “Caldo” y, mientras se lo fumaba, mandándonos parar, nos daba interesantes explicaciones sobre esto, lo otro, lo de acá y lo de más allá. Al final, casi sin haber pegado golpe, nos mandaba guardar las herramientas en la leñera y, más contentos que Chupín, entrábamos de nuevo a clase a ver qué hacía el personal. Era Don Emilio un hombre de semblante taciturno, debido a un viejo problema familiar que, a pesar de que a todos nos daba morbo, jamás quisimos investigar, porque, además de no ser cosa de niños asunto tan serio, a nosotros nos bastaba y nos sobraba con su bondad. Derivadas de este triste problema, quizá, tenía Don Emilio dos grandes pasiones: la ya explicada a ustedes, y la de pescar. Esta última la dejó muy pronto por falta de ganas, o de truchas, ¡vaya usted a adivinar!, y la primera, cuando se tuvo que jubilar; momento que aprovechó algún conspicuo para decidir que en el colegio sobraban cipreses, y jacintos, y geranios,  y rosales, y claveles, y manzanos…, y la tierra toda, y que lo tenían que rediseñar, llenándolo de hormigón por doquier, para hacerlo más aséptico y funcional. Mientras ejerció la enseñanza, fue mi caro y siempre recordado Don Emilio, un maestro ejemplar que, aunque quizá no supo enseñarnos bien lo que de un maestro al uso cabría esperar: eso que en esta caprichosa, injusta y desigual vida no te sirve de nada a la hora de la verdad, sí que supo enseñarnos algo de lo que ahora mismo estamos muy necesitados: ¡¡Urbanidad!! No había suceso que ocurriera en nuestra ciudad: incendio, atropello, abuso, riña, accidente laboral… sobre el que no nos hiciera reflexionar a través de una redacción, para que diésemos con las causas que, a nuestro entender, lo provocaron y cómo se hubiera podido evitar. Después, al corregírnoslo, añadía él en nuestro cuaderno sabrosas y enriquecedoras máximas, para que no olvidáramos lo aprendido jamás. Esta particular metodología suya, repleta de días de ocio y rosas, hizo que de su clase saliéramos hombrecillos semianalfabetos, quizá, pero rebosantes de bondad.