miércoles, 6 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Cazar goloritos.
Cazar goloritos en nuestra infancia, significaba muchísimo más que realizar un simple negocio, entretenimiento, divertimento o juego. Llevar a cabo aquel ritual era para nosotros como despertar a la vida en plena naturaleza, embriagados de los divinos aromas del tomillo, la liga, la tierra mojada y los pinos. Era madrugar y ver amanecer, en lugar de perder, vagueando tumbados en la cama, las mañanas de los domingos y festivos, disfrutando en libertad de nuestro enigmático monte, tomando luengas bocanadas de aire puro. Era, en fin, sentirnos plena y maravillosamente vivos. La caza del golorito comenzaba a finales de Septiembre y se prolongaba todo el otoño. Y la llevábamos a cabo los domingos y festivos en el Castillo, después de haber ido el día anterior  a una de las muchísimas choperas que en nuestra ciudad había, a cortar con las tijeras las “baretas” -juncos pequeños y delgados- donde posteriormente pondríamos la liga para colocarlas en los pinchos. Casi sin haber pegado ojo por la ansiedad que ésta práctica nos producía, aparecíamos en tropel de noche ciegas en el Castillo, llevando como podíamos las baretas, la liga, la botella de agua para que no se te pegara en las manos, el bocadillo, el anorak, la jaula del reclamo y un jaulón vacío para meter los goloritos que cogiéramos -qué ilusos-, disputándonos a porfía los mejores sitios. Aunque he de confesarles a ustedes, que por más que madrugaras, siempre había algún cabronazo que había “pillado” los más estratégicos. Pasado el enfado que los abusones te habían causado, te colocabas en la primera o en la segunda era, en los depósitos, en el barranco, en el hoyo, en la piedra, en el ribazo de la huerta de Pedro el caracolero o en el mismísimo camino -donde te hubieran dejado un sitio-, y, tras depositar estratégicamente la jaula del reclamo en el suelo, comenzabas a hacerte la picha un lío con la liga sintética -aún desconocíamos que la buena era la de acebo-, intentando embaretar -colocarla en las baretas-, para ir llenando los pinchos que sin tener ni puñetera idea habías elegido. Normalmente, entre dos o tres bajos, siempre cogías uno alto para que se pararan con más facilidad los goloritos al ser reclamados por el tuyo. He de decir inmediatamente, para que nadie diga que a la verdad falto, que algunos -sobre todo los más mayores- cazaban con red en vez de hacerlo con liga, y que para estos el proceso era distinto: abrían en dos mitades la red, las colocaban como si fuera un muelle en el suelo, y tras atarlas con unas cuerdas largas a unos palos laterales, ponían pequeños pinchos entre ellas. Finalmente, clavaban por la parte de afuera el cimbel -artilugio de madera en el que se ataba a un golorito, normalmente hembra, para que al tirar de la cuerda saltara y extendiera las alas llamando la atención de los que surcaban tranquilamente los cielos-, y se alejaban del lugar, llevándose los rollos de cuerda que previamente habían atado a la red y al cimbel con ellos. En una ocasión -se ve que se había abierto la veda de caza-, recuerdo que Felipe tenía una bandada de goloritos dentro de la red, y, antes de que tirara de la cuerda para cerrarla, sonaron unos tiros que los hicieron salir a todos en desbandada. Puedo jurarles a ustedes por mi familia, que es lo que más quiero, que no cabrían en diez folios los juramentos que este pobre hombre echó aquel día. A pesar de que tuviéramos buenos reclamos y de que los cazadores de red bailaran bien el cimbel, cada dos por tres teníamos que ir muchos de nosotros de un lado para otro “dándoles” a los goloritos que se habían posado lejos, para conducirlos a la red o a los pinchos donde estaba la liga, acabando totalmente descojonados. Los goloritos que cogíamos -siempre caía alguno, aunque fuera de churro- los vendíamos a cinco duros, que, aunque a ustedes pueda parecerles ahora mismo una mierda, era una auténtica fortuna, y sólo vendíamos los machos, aunque en estas lides -faltaría más-, también había “chamas”, cuyos nombres recuerdo perfectamente pero no les pienso decir, que, sin ningún rubor, les pintaban con un rotulador negro el alón a las hembras, que es como se distinguían -las hembras las tenían pardas y los machos negras-, y se las vendían por machos a cualquier incauta -normalmente eran las amas de casa quienes nos los compraban- que, seguro estoy, las echaría a volar a los cuatro días, por no cantar ni debajo del agua. También el color rojo de la cabeza servía como guía: si le bajaba más abajo del ojo era macho, y hembra si no lo hacía. Huelga decir que en esta práctica había verdaderos artistas que, además de usar liga de acebo, que era la buena, sabían colocar magistralmente los pinchos para que los goloritos que volaran sobre ellos, fueran, sin ningún esfuerzo del reclamo, derechitos a la liga. Y para no extendernos en demasía -este apasionante tema daría para estar escribiendo días y días-, les diré telegráficamente que los goloritos son conocidos en otros lares como jilgueros, colorines o pintos. Que mi amigo Ramón Arenzana y yo, además de ir los domingos y festivos íbamos muchas tardes al salir de la escuela, dejándonos el alma en el camino, por intentar llegar antes de que anocheciera. Que además de cazar en el Castillo, se hacía también en la Tejera, donde el fenómeno de Bernal, por cada uno que cogíamos nosotros, cogía él treinta. Que además de cazarlos en los pinchos -que son su comida- de los montes y de las fincas llecas, se hacía en los bebederos existentes en huertas y choperas. Que había cazadores como Felipe o “Costan”, que causaban admiración por la infinita ternura que mostraban al quitarles con tierra a los goloritos de las plumas la liga. Que además de venderlos en casi todas las casas de nuestra ciudad, los vendíamos también a pajarerías de fuera. Que había cazadores mayores que nosotros: “Roge”, “Guti”, “Uge”,  Marino, “Satur”, “Isi”, Pedro o los ya nombrados, Bernal, Felipe y “Costan”, que eran unos auténticos fieras. Y, finalmente, que por increíble que pueda parecernos a ustedes y a mí ahora, a pesar de cazar goloritos casi todos los niños y jóvenes de Nájera, en aquella maravillosa época, había miles y miles de ellos por nuestros montes, nuestras viñas, nuestros jardines, nuestras calles y nuestras huertas.