sábado, 18 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Bañarse en el río.
Aunque las crecidas de invierno dejaban en nuestra ciudad cantidad de pozos de agua fresca y cristalina en los que poder bañarnos en el verano -la Subida y la Bajada, la Pirámide, el Pozo del Coco, la Playa de los Bilbaínos, el Pozo de la Eloísa…-, nosotros elegíamos siempre el conocido popularmente como La Playa -sobre todo los días de labor-, por ser el más concurrido y el más cercano a nuestras casas. Para que ello fuera posible, la Brigada de Obras del Ayuntamiento, mediada la primavera, comenzaba a construir cada año el famoso trampolín de madera sobre los malecones -bloques de hormigón- que había justamente a la altura de donde comienzan las Piscinas Municipales, para salvaguardar de las crecidas el Paseo, desde el que nos tirábamos millones de veces de cabeza al río, y, hasta que se les ocurrió colocar sacos de cuerda sobre las deslizantes tablas, nos dábamos golpes a porrillo, mientras una pala mecánica hacía una presa de cascajo en mitad del río. En la parte trasera del trampolín había un espigón que llegaba hasta el Paseo, y otro que recorría unos cincuenta metros de río, en forma de martillo, en el que dejábamos la ropa en montoncitos a medida que íbamos llegando, quedando a la vista del más miope, vergonzosamente cagados, algunos de los calzoncillos. Allí aprendimos a nadar a estilo perro, cuando mi primo Ramón, Jerry, Larri, Fredi, el Mohicano y el Huevero nos tiraban desde el trampolín para que quitáramos el miedo. En cuanto logramos alcanzar los bloques sanos y salvos la primera vez, ya no hubo forma de sacarnos. Estos peculiares profesores, hacían nuestras delicias cuando, cogiendo “correcaina” -carrerilla- desde el Paseo, saltaban sobre el trampolín y, haciendo piruetas por el aire, entraban de cabeza en el río sin romperse nunca el cuello. Además de estos artistas del salto del trampolín, estaban Javi Sedano, que, nadando debajo del agua, iba desde el trampolín hasta la presa de cascajo, situada a más de cincuenta metros; Prudencio, que se tiraba de cabeza al agua, y para cuando salía a la superficie -aguantaba debajo del agua más de dos minutos-, todos creíamos que se había ahogado, y “El Piedra”, que como le obligaban a trabajar y a estudiar, tenía muy poco tiempo, llegaba siempre en bicicleta y al grito de “¡hay alguien debajo!”, se tiraba con ella al río. Nosotros, más modestos que unos y otros, jugábamos a tirarnos de cabeza desde el trampolín, intentando pasar por el centro de los gigantescos flotadores -cámaras de ruedas de autobús-, que llevaban Larry y Guinea, o a coger buzeando las piedras blancas que previamente hundíamos. En la orilla izquierda, cantidad de niños jugaban con calderitos y palas de plástico a hacer castillos, que siempre se hundían antes de terminarlos, o a martirizar a las pobres cucharetas, intentando inútilmente retenerlas en pequeños pocitos de cascajo, y las chicas tomaban el sol tumbaditas en las toallas que previamente habían extendido sobre el abrasante cascajo, mientras escuchaban al Dúo Dinámico, a los Sírex, a los Brincos o a los Bravos en los pequeños aparatos de radio. Y así estábamos, mañana y tarde -a pesar de ser sagrada en aquellos tiempos la siesta, siempre nos la saltábamos-, inventándonos miles de argumentos para no guardar nunca las fastidiosas digestiones: que si mojándote la nuca antes de tirarte; que si haciéndote cruces con agua en los pies; que si cagando antes de bañarte…, durante todo el verano, hasta que un fatídico año -maldito sea ml veces- el Ayuntamiento construyó la primera Piscina Municipal, abandonando para siempre la colocación del trampolín de madera y la construcción de la presa de cascajo, dejándonos a todos nosotros terriblemente desolados. Por lo demás, decirles, mientras me embarga la tristeza por recuerdo tan amargo, que los muchísimos veraneantes que venían a nuestra ciudad -para nosotros todos eran bilbaínos- elegían mayoritariamente el tramo de río que abarca la calle Ribera del Najerilla, de ahí que fuera conocido como “La Playa de los Bilbaínos”. Que los domingos y festivos íbamos a la Pirámide, donde además de bañarnos, nos comíamos las tortillas de patata a la fresca de las frondosas mimbreras y, mientras escuchábamos música y tonteábamos, preparábamos el plan para bailar en el quiosco del Paseo, cuando la suave brisa de la tarde nos aconsejara que abandonáramos el baño. Que esporádicamente hacíamos incursiones en el Pozo del Coco. Y, finalmente, que siempre había  quien prefería los lugares más lejanos, como la Subida y la Bajada, o el Pozo del Gobierno para darse un baño.