lunes, 22 de abril de 2019

Recuerdos de infancia.

El horno de la señora Julia.
Cualquier fiesta o celebración que se preciara, tenía que contar ineludiblemente con el horno de la señora Julia, donde todas nuestras madres acudían a hacer las rosquillas, las sobadas, las magdalenas, los mantecados, los cocos y los manguitos que adornarían nuestras mesas y alegrarían los cuerpos de los invitados. Ir allí era una auténtica gozada. Aquello era otro mundo. Era como estar en el cielo, flotando entre nubes, y ver, empero, salir de las entrañas del infierno las bandejas de los dulces lamidas por luengas lenguas de fuego. Llegabas al horno con tu madre, y tras coger las bandejas que previamente había acordado con la señora Julia, delantal en ristre, ella comenzaba a elaborar los dulces en una inmensa mesa de madera, amasando, espolvoreando, llenando moldes, haciendo aros y montañitas, mientras tú ibas y venías sin cesar al cautivador balconcillo que el horno tenía en el mismísimo Muelo, a imaginarte emocionantes aventuras de piratas en tan inmenso canal de grisáceas aguas, donde los palitos que tú tirabas eran gigantescos veleros. Entre viaje y viaje, siempre mangabas algo, sobre todo la masa de las rosquillas que sabía a anís, y así, entre batallas y escarceos, te lo pasabas en grande a la vez que ibas alegrándote el cuerpo. Cuando sonaba el despertador y la señora Julia se disponía a abrir la gigantesca puerta de hierro del horno, tú permanecías allí impertérrito para comprobar el milagro que en la masa había producido la terrible boca de fuego. Una vez hechos los dulces, tras pagarle a la señora Julia lo estipulado, nos encaminábamos ufanos hacia casa, cargados hasta las cejas de cestas y bandejas tapaditas con manteles de cuadros -¿o eran servilletas?-, presumiendo del exquisito aroma que por doquier íbamos dejando. Yo creo que la gozábamos más cuando practicábamos este ritual que cuando nos comíamos los dulces, por más hambre que de ellos tuviéramos. Este horno era de la Panadería Ochoa, donde vendían, además de las hogazas y las barras largas de pan chosne y macizo, los deliciosos bombones, unos bollitos de pan chosne tiernísimo que se comían como pasteles. Siempre que lográbamos juntar cinco perras gordas o una monedita de cincuenta céntimos, nos escapábamos de la escuela a comprarlos. Vendían también unos churritos largos y delgaditos -hasta hace unos años se han seguido vendiendo-, pero esos nunca gozaron de tanto éxito entre la chiquillería. Por lo demás, nunca olvidaré a la señora Julia, una mujer enérgica, que, a pesar de su genio, irradiaba infinita ternura.