lunes, 2 de enero de 2012

De indios, vaqueros, romanos y toreros.

La Plaza de España, tal y como estaba cuando acudíamos a ella.
   Sin haber resuelto aún el misterio del hombre que venía en autobús a nuestra ciudad el 31 de diciembre con más ojos que días tenía el año, y con los dientes hechos cisco de tanto comer turrón del duro, nos enfrentábamos a otro terrible problema: Adivinar cómo coño subían a nuestras casas los caballos de los Reyes Magos, y cómo se las arreglaban éstos para saber quiénes éramos (en todos los envoltorios de los regalos ponía nuestros nombres) y qué habíamos pedido cada uno de nosotros. Aunque esto último daba igual, porque casi siempre se equivocaban. No obstante, misterios aparte, la ilusión con la que esperábamos este grandioso acontecimiento era tal que apenas podíamos dormir pensando si nuestro comportamiento (esto era las últimas horas) sería recompensado obteniendo todos los regalos que por real carta habíamos pedido.
   Unas horas antes de descubrir el enigma, a todos se nos caía la baba viendo cómo los Reyes Magos y sus pajes recorrían las calles de la ciudad, haciéndonos cómplices guiños como si nos conocieran de toda la vida, montados en sus briosos caballos y tocados de trajes que se nos antojaban de oro y plata, con elegantes capas de cuello de piel blanca, como la nieve que solía caer esos días para completar el mágico cuadro. A medida que iban pasando por donde estábamos colocados, nuestros padres, emocionadísimos, nos decían: “Mira, ese Rey es el que te trae los regalos”. Y tú mirabas y mirabas y no veías nada, pero como eran magos te ibas a la cama convencidísimo de que allí estaba de verdad todo lo que habías pedido.
   A la mañana siguiente, apenas sin haber dormido, destrozabas los envoltorios de los regalos y comprobabas que los Reyes no tenían nada de magos porque, un año más, se habían equivocado; pero como siempre caía algo de tus héroes amados, sin decir ni buenos días, marchabas como las balas hacia la Plaza de España a lucir tus regalos. Y era así como nos juntábamos allí decenas de indios, vaqueros, romanos, toreros, médicos, futbolistas, zorros, mosqueteros y soldados de caballería con sus arcos y flechas, sus pistolas de pistones, sus espadas y corazas, sus trajes de luces, sus botiquines, sus balones, sus espadas y sables, y recreábamos nuestras películas favoritas emprendiendo cruentas batallas que, aunque comenzaban en bromas, terminaban a hostia limpia, rompiéndonos en la cabeza las espadas, las pistolas, los arcos y las flechas, sin derramar ni una sola lágrima (los héroes no lloraban nunca), aunque al irnos a casa llorásemos como magdalenas por haber salido malparados de la contienda, y por temor a que nuestros padres nos zurraran más por haber roto, a la primera de cambio, los valiosos regalos.
   Además de estas batallas, de vez en cuando había también algún que otro espectáculo, como la corrida de toros que dimos en la ribera del río Najerilla, junto al trinquete de la Juana, cuando a Paraguayín le trajeron los Reyes Magos el traje de torero. Con una azadillita, marcábamos un gran círculo en la hierba del suelo, y, tras cobrar una peseta de entrada (cómo nos pagarían con lo mal que andábamos siempre de perras), cual si estuviésemos en la Monumental de “Las Ventas”, un montón de ingenuos mozalbetes disfrutábamos de una gran tarde de toros.
   Al margen de estas entrañables y hermosas anécdotas, lo más curioso de todo es que, salvo los “Juegos Reunidos Geyper”, usadísimos por toda la familia, todos los regalos eran relegados por cualquier tontería. Una triste caja de Farias se convertía en un camión cojonudo colocándole una cuerda; unos botes de conserva vacíos con unos cordeles, se transformaban en unos maravillosos zancos, y un poco de barro era tratado como el mismísimo oro cuando jugábamos al “Zampabollero, tápame el bujero”.
DE MI LIBRO “RECUERDOS DE INFANCIA”.