sábado, 23 de mayo de 2020

Incompetencia total.

Si los componentes del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Nájera no han sido capaces de restaurar en cuatro meses el indicador del “Álamo de las tres guías” del Paseo de San Julián, ¿cómo van a ser capaces de llegar a ningún acuerdo con cualesquier sector najerino, ya sea hostelero, comercial o industrial?

Recuerdos de infancia.

San Crispín.
El 25 de Octubre, como mandaba la tradición, los najerinos celebrábamos cada año la festividad de San Crispín, patrón de los zapateros, y todos los niños andábamos como locos recorriéndonos las calles de la ciudad intentando mangar leña para hacer una gran fogata al atardecer en la que asar, una vez extinguidas sus terribles llamaradas, las patatas -robadas también- y zampárnoslas para cenar.  El peregrinaje era interminable y agotador, porque casi todos los mayores honraban también al patrón comiendo patatas asadas, y la leña, a pesar de ser Nájera una ciudad repleta de carpinterías y serrerías, escaseaba, sobre todo la descuidada, la que podíamos mangar sin dificultad. Lo de las patatas era diferente: cuatro de acá, cuatro de allá y cuatro de acullá, enseguida nos hacíamos con un montón de ellas para comer hasta reventar.  Como las fogatas, lumbres u hogueras, como a ustedes les guste más, se hacían en cualquier lugar -en aquellos años, además de haber muchos descampados en nuestra ciudad, las calles y plazas eran casi todas de tierra y cascajo apisonado-, al atardecer, la ciudad entera ardía como la Roma que Nerón mandó quemar. Cuando se había quemado la leña, esparcíamos la montaña de ascuas con unos palos largos, dejando una buena capa de ellas sobre el suelo, y poníamos en el centro las patatas, tapándolas a continuación bien tapaditas con las ascuas que habíamos esparcido, para que se asaran por todas las partes por igual.  A la hora de comérnoslas, por aquello de que entonces sólo había de tramo en tramo de cada calle y cada plaza una humilde bombilla, colgada del centro de un alambre torpemente cruzado de fachada a fachada -esto si no estabas en un descampado-, y no se veía ni a jurar, las más de las veces nos las comíamos totalmente abrasadas, llevándonos a la boca más carbón que patata; pero eso nos daba igual, la cuestión era vivir la aventura de la hoguera, las patatas y la sal -siempre había algún artista que presumía de saber hacer lumbre y después de intentarlo cuarenta veces, lo teníamos que despachar-, y el estar un montón de niños de noche ciega cenando y charlando en hermandad. Y lo que son las cosas, queridos lectores, por más que nuestros padres siempre nos decían que si andábamos con fuego nos mearíamos en la cama, ninguno de nosotros amanecía mojado a la mañana siguiente de San Crispín. Baste decir, para finalizar, que además de las cantidades ingentes de fogatas que diseminadas había por toda la ciudad, en casi todas las casas, bien fuera en el horno o en la chapa de la cocina, nuestras madres y abuelas, para honrar a San Crispín, asaban también patatas para cenar.