miércoles, 13 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Tocar pared.
Este juego lo practicábamos casi siempre en el refectorio de Santa María La Real, por ser el lugar más emocionante que existía en Nájera para hacerlo. Allí, además de estar en un recinto cerrado muy grande, protegido de todas las adversidades climatológicas, los balonazos retumbaban de tal forma, que por débil que fueras, parecías al chutar Paco Gento. Los balones empleados para ello eran casi siempre de los de plástico que conseguíamos con la colección de chicles “Cosmos”, gracias a la bondad infinita de la Leo, que me dejaba elegir entre los cien chicles que traía la caja, los cinco astronautas que a los demás no les salían nunca. En el envoltorio de estos chicles, que eran negros, toda una novedad para nosotros, venía dibujada la cabeza de un astronauta, con las dos orejas negras en noventa y cinco de ellos, y una negra y otra blanca en los cinco restantes; en eso los distinguía yo después de mascar toneladas de ellos sin conseguir ningún premio. -Que Dios te premie a ti, querida y recordada Leo, y te ofrezca los frutos más excelsos del árbol del cielo-. Volviendo de nuevo al juego, como su propio nombre indica, consistía en tocar la pared del frontis -el refectorio fue siempre utilizado por nosotros como frontón- con el balón, dándole siempre con las piernas. Nos poníamos en el centro del refectorio quince o veinte jugadores de primera división y, tras chutar con toda su fuerza quien tenía el balón, tenías que intentar que éste no te dejara atrás y te fuera imposible mandarlo de una patada a tocar pared; si esto ocurría, habías hecho mala y tenías que esperar a que el resto de la chiquillería la fallara también. El cisco que armábamos era cojonudo. Imagínese usted, amable lector, a un batallón de mozalbetes asilvestrados chillando y jurando en arameo -nadie se quería salir el primero-, y todo ello multiplicado por diez, porque el refectorio tenía eco. Yo mismo, al escribir esto, no puedo entender cómo nos lo podían consentir los frailes, teniéndolos justo encima de nosotros. Quizá sea así como se gana uno el cielo.
Dura, madura, ponte dura.
Por aquellos años en nuestra ciudad, había obras por doquier, y, consiguientemente, montones de arena en los que toda la chiquillería pasábamos horas jugando, entre otras cosas, al “dura, madura, ponte dura”, que consistía en coger un montón de arena cada uno y, tras hacer con él una montaña grande, comenzar a darle golpes con las palmas de las manos hasta dejarla consistente y dura, cantando sin cesar el título del juego. Los más cabrones, entre los que me incluyo -para que vean ustedes que soy imparcial en mis relatos-, antes de que llegaran los demás hacíamos hoyos profundos en el montón de arena y, tras llenarlos de agua, los tapábamos cuidadosamente con tiras de chapa que tiraban las carpinterías y papel de los sacos de cemento o de embalar, echándoles una capa fina de arena que lo cubriera todo para que no se notara la trampa que les habíamos preparado -rima mucho mejor “ao”, ¿verdad?-, y cuando llegaban los pobres infelices presumiendo de ser los primeros en conquistar la montaña de arena, caían en la trampa poniéndose como un cristo, y nosotros, mientras ellos nos mentaban a todos nuestros familiares, nos descojonábamos de risa tumbados en el suelo.