miércoles, 27 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Afiladores, estañadores y paragüeros.
En aquellos años era frecuentísimo encontrarte por las calles najerinas a los afiladores y a los estañadores y paragüeros, reclamando nuestra atención para que, por un módico precio, dejaran nuestros utensilios como nuevos. Los afiladores, venidos de tierras gallegas, si mal no recuerdo, iban con su bicicleta en una mano y un curioso silbato en la otra, que hacían sonar casi ininterrumpidamente de un modo tan peculiar, que era imposible confundirlos, para que nuestras madres les bajaran a afilar las desgastadas tijeras y los castigados cuchillos. Cuando esto ocurría, el afilador colocaba la estructura metálica -parecida a una gran parrilla de bici- bajo la rueda trasera de su bicicleta, para que esta quedara en el aire, y colocaba una polea que iba desde la rueda hasta la piedra de afilar, que estaba situada en el manillar, y comenzaba a pedalear sin parar mientras pasaba por la piedra el cuchillo o la tijera, despidiendo infinidad de aquellas chispas que tanto alborozo causaban en nosotros. Mientras desarrollaban esta labor, siempre silbaban alguna canción, meneándose la gorra de arriba debajo de cuando en cuando, hasta acabar la operación. Después de haber recorrido todas las callejuelas de la ciudad ofreciendo sus servicios a nuestras madres, se encaminaban hacia las carnicerías y pescaderías que había en la Calle Mayor, con la esperanza de que los cuchillos de grandes dimensiones y los machetes que utilizaban en estos negocios para descuartizar carnes y pescados, les proporcionaran una ganancia mayor. Aunque en Nájera teníamos al señor “Perrella” -perdonen que no recuerde su nombre- para estañar nuestras cazuelas y pucheros, era muy frecuente ver por nuestras calles a los típicos estañadores -quinquis o mercheros, como ustedes quieran-, que nos ofrecían arreglar por cuatro reales cazuelas, pucheros, paraguas, jergones y todo aquello que tuviéramos roto. Venían siempre en familia y cuando alguna de nuestras madres requería sus servicios, se sentaban informalmente en el suelo y, tras desplegar por doquier todo el instrumental, se ponían a estañar o colocar barillas sin desmayo, hasta dejar aquello que les había sido confiado como nuevo. Después, como nómadas que eran, desaparecían de nuestra ciudad sin que nos diéramos cuenta, y se dedicaban a recorrer los pueblos ofreciendo sus servicios, con la única pretensión de ganarse cada día el sustento. Y hablando de cazuelas y pucheros, he de decirles también que, sobre todo en verano, para librarnos de la obligada y fastidiosa siesta y poder quedarnos toda la tarde en nuestro bienamado Najerilla, nos ofrecíamos voluntarios a diario para ir a arenarlos en sus límpidas aguas, con aquella mezcla de arena y cascajo menudo que hacía de estropajo.