miércoles, 8 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Colecciones de cromos.
Las colecciones de cromos eran en aquellos años como una plaga: sin terminar de hacer una ya habían salido tres o cuatro nuevas a la venta. Y eso que a nosotros no se nos daban tantas facilidades como a los niños de ahora, que pueden pedir a la casa, mediante pago de equis euros, los veinte o treinta que les falten para completarla. Antes teníamos  que terminarlas a puro huevo: cambiando,  buscando, rogando, robando y quedándote sin paga antes de dártela. Los domingos por la mañana, nada más recibir de nuestros padres la peseta del uno, que era lo que teníamos estipulado de paga, nos dirigíamos en tropel a las librerías de Izquierdo y de Gascón -cambiábamos de librería por ver si así conseguíamos los que nos faltaban- y, mucho antes de comenzar la obligada misa, ya estábamos todos jurando en arameo porque nos habían salido todos los cromos repetidos y nos habíamos quedado sin la preciada paga. La algazara que se preparaba entonces era increíble: todos acudíamos atropelladamente a ver si conseguíamos al menos uno de los que nos faltaban -ésos que la puñetera y desalmada casa nunca sacaba a la venta para que te desanimaras y cambiaras de colección antes de terminarla-, rogando unos: cámbiamelo a mí”, cámbiamelo a mi”, y espetando otros: “tú te jodes, que yo a ti no te cambio nada”. Total que, jodido y apaleado, como dice el dicho popular, te dirigías a la Parroquia de Santa Cruz a ver qué cura estaba diciendo la misa, para que cuando te preguntara tu madre en casa -si no ibas a misa no había paga-, y te ibas a cualquier banco de la Plaza de España, con los bolsillos del pantaloncito corto a punto de estallar de la cantidad de cromos que portaban, a confeccionar la lista que llevarías siempre encima, cual si fuera la cosa más sagrada. Cuando estábamos en la escuela, en lugar de interesarnos por quién vendió su reino por un plato de lentejas, que a decir verdad no nos iba a servir de nada, nos dedicábamos a tachar números de nuestras listas, a base de darles diez, quince y hasta veinte cromos por uno a los típicos chamas. Cuando llegábamos a casa, preparábamos el engrudo con la harina y el agua y, después de haberle puesto la cocina como un cristo a nuestras madres del alma, nos poníamos a pegar acelerada y torpemente nuestros adorados cromos en el grasiento y manoseado álbum, para irnos llenos de satisfacción a la cama. Las colecciones, como todo en aquella época, eran unas para niños y otras para niñas, y, normalmente, estaban relacionadas con las últimas películas que se proyectaban en nuestras salas. Así, por ejemplo, ellas hacían la de “Sisí Emperatriz” mientras nosotros hacíamos la de “Rintintín” -no recuerdo si se escribía así-, donde el Cabo Rusti, con el pastor alemán que le daba nombre a la colección y a la película, mantenía limpias de indios salvajes y desalmados las “impolutas” colonias americanas. De este modo, los niños llegábamos a tener en nuestras casas las colecciones de “Grandes Jefes”, donde venían todas las tribus indias: sioux, navajos, cherokis, mohicanos, semínolas, comanches, apaches… “Rintintin” -o como quiera que se escriba-, anteriormente nombrada, que iba de los tantas veces aplaudidos y vitoreados por todos nosotros en la penumbra del cine soldados americanos; “La conquista del Oeste”; “55 días en Pekín”; “Ben-Hur”; “Los diez Mandamientos”; “La vida es una tómbola” y todas las marisoladas, además de las que hacíamos poniéndonos morados de chocolate, como por ejemplo, el “Loyola”, que era el que yo compraba y tenía cuatro o cinco diferentes de la Historia Sagrada. Y antes de que algún avispado lector se apresure a decir que me he dejado alguna, me dispongo a concluir el artículo confesándoles abiertamente que, por diferentes razones, entre ellas  la de no darles a ustedes más la lata, han sido omitidas muchas;  y alguna de ellas, me consta, muy digna de ser aquí citada.