viernes, 29 de mayo de 2020

Peligro eliminado.



Recuerdos de infancia.


Ser mayores.
Cuando éramos aún muy niños, soñábamos con ser mayores para poder entrar al cine a ver las películas de 14, 16 y 18 años, que se nos antojaban maravillosas por el hecho de estar prohibidas para nosotros, los enanos. Es increíble cómo desde pequeñitos despreciamos el presente soñando con un futuro, inmediato o lejano, pasando a ser simples espectadores, en lugar de protagonistas de nuestros actos. Muchísimas de las cosas maravillosas que pudimos hacer y vivir en nuestra infancia, pasaron por nuestras vidas de soslayo, por estar a todas las horas del día anhelando algo que, además de no ser acorde a nuestra edad, a buen seguro nos hubiera resultado extraño. Menos mal que, aunque puñetera y traidora, la vida permite vivir de prestado, y gozas o vives ahora mismo, lo que hiciste hace muchísimos años. ¡Algo es algo! Sea como fuere, y sin entrar en profundidades, que no es a lo que en este artículo íbamos, la cuestión es que por el hecho de prohibirnos algo -quizá de no haber existido aquello de los rombos, jamás hubiéramos reparado en ello-, estábamos a todas las horas del día pensando  cómo haríamos para entrar a las películas de catorce años. Y así surgía lo de ir a la taquilla con zancos -los botes de conserva con cuerdas, de los que ya les he hablado-; el ponernos uno encima del otro tapados con un abrigo; el ligarnos a los porteros poniendo carita de pena para que disimularan cuando entrábamos; el encargarle a una persona mayor que te sacara la entrada y te agarrara al entrar cual si fueras algún allegado; el auparnos, el colarnos… Todo menos jugar, que es a lo que a esa edad estábamos llamados. Cuando todo lo que habíamos maquinado resultaba vano, visiblemente rendidos y desolados, pegábamos nuestras inocentes caritas en los cristales de las puertas de la calle e intentábamos de cuando en cuando -sobre todo cuando alguien abría las puertas del cine para salir a comprar o a mear- ver entre las corinas algún cuadro. ¡Qué inocentes éramos! Y así anduvimos hasta que… ¡por fin!... llegamos a los ansiados catorce años y pudimos entrar al cine como unos hombrecitos a comprobar que nada habíamos ganado; que no había valido la pena el desperdiciar tantas y tantas horas de juego y diversión durante tantos años. Y lo peor de todo, es que no aprendimos la lección, pues cuando tuvimos catorce, soñábamos con tener dieciséis, y cuando tuvimos los dieciséis, anhelábamos tener dieciocho, y cuando también los tuvimos, quisimos tener veintiuno, que era la edad legal de ser mayor…, y la de ir a cumplir con la Patria, dándole otros dos hermosos y caros años, jugando a ser un buen soldado. Menos mal que estos torpes empeños ocuparon muy poco espacio en el inconmensurable cielo de nuestros impolutos sueños, y, en el cómputo total, apenas interrumpieron un instante nuestras diversiones y nuestros juegos, gracias a lo cual, ustedes leyendo y yo escribiendo, recordamos aquellos maravillosos días en los que, casi sin interrupción, jugábamos al “Piso, piso, tón”; al “Raspe”; al “En ti quedé”; al “Pelotazo”; al “Cero”; al “Hinque”; al “Escondite”; al “Un, dos, tres, te veo” y a tantos y tantos juegos que nos hicieron ser niños afortunados, entonces, y ahora hombres buenos.