martes, 26 de mayo de 2020

Conato de incendio en el Parque Natural.

La noche del pasado domingo hubo un conato de incendio en el Parque Natural del Najerilla, que no pasó de eso, gracias al aviso de dos najerinos. Ya han intentado quemarlo dos veces en lo que va de año. El día que el -o los- pirómano lo consiga, se va a quemar del todo, merced al deplorable estado de abandono al que el Ayuntamiento lo tiene condenado.

Recuerdos de infancia.


La ía de correr atados.
Cuando las inclemencias del tiempo nos obligaban a quedarnos dentro del colegio durante el recreo, nuestro juego favorito era el de la “ía de correr atados” en el pasillo y en los retretes. Aquello era la leche. Comenzábamos, como siempre, donando, y al que le tocaba la aceituna -ya he explicado esto en algún otro artículo-, la quedaba, y tenía que dedicarse a ir cogiéndonos a todos los demás -jugábamos por lo menos cuarenta-, de uno en uno, hasta que no quedara libre ninguno. A medida que iba cogiéndonos, nos íbamos atando, entrelazando nuestras inocentes manos, haciendo así que cada captura dificultara mucho más nuestros movimientos. En el pasillo nos venía bien el estar muchos, por aquello de que lo ocupábamos entero, pero cuando alguno de nosotros conseguía subirse encima de los marcos de las puertas de los retretes, la cosa se ponía más peliaguda, porque era imposible maniobrar con agilidad entre ellos, yendo atados veinte o treinta chicos. Esto era posible -lo de corretear por los marcos- porque el techo de la escuela era altísimo y los marcos de las puertas no medían más de dos metros, lo que nos permitía desenvolvernos sobre ellos cual si estuviésemos en el suelo. Para subirnos, teníamos que trepar por cualquiera de los tabiques que los dividía, después de habernos lanzado sobre él desde el retrete -imagínense ustedes cómo seríamos de enanos, y cómo dejábamos las paredes con las suelas de nuestros zapatos-. Además de esta defensa natural, yo practicaba un buen truco para que no me pillaran, que consistía en colgarme, por la parte de afuera, en la ventana que había en el centro del habitáculo para ventilar e iluminar los retretes. La algazara que se preparaba en este juego era tal, que para explicarla no encuentro palabras. Pero sí las hallo, empero, para decirles que gracias a ella, nos ganábamos algún tortazo cuando pillábamos cabreado a algún maestro. Gracias a lo cual, ahora que no nos oye nadie, les diré que cuando fuimos un poquito más mozos, en no pocas ocasiones, les pusimos botes con agua sobre las puertas entreabiertas de sus retretes, para vengarnos de ellos.