sábado, 16 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.


De ruedas y tracas.
Para seguir poco más o menos en la edad en la que se centra este maravilloso recuerdo, y no movernos de momento de la Plaza de España, que es donde estamos centrando los últimos juegos, hablaremos hoy de los fuegos artificiales de las fiestas, que aunque obviamente no son un juego, en esa época para nosotros sí que lo era. Tanto en San Prudencio como en San Juan Mártir, Lucerico nos preparaba en la Plaza de España unas ruedas repletas de fuego de artificio, clavadas en un rudimentario madero sustentado con unas tablas en forma de equis, y una traca suspendida en el aire a unos dos metros de altura aproximadamente, atada de árbol a árbol, para que nosotros la gozáramos como lo que éramos: enanos. Cuando las encendía -siempre comenzaba por las ruedas, guardando la traca para el final-, toda la chiquillería jugábamos a cruzarlas protegidos con gabardinas, paraguas, cajas de cartón y toda suerte de objetos, pero como no lo hacíamos todos en la misma dirección, y además apenas veíamos con los protectores que llevábamos puestos, nos pegábamos unos golpes de espanto, terminando casi todos en el suelo, bajo los multicolores fuegos, con los ropajes chamuscados. Con ser éste unos de nuestros divertimentos favoritos, no lo era menos observar cómo, ya fuera San Prudencio o San Juan Mártir, siempre aparecía al acabarse los fuegos de las ruedas, la imagen de San Prudencio, lo que hacía que todos al unísono diéramos estentóreos vivas a San Prudencio en San Juan Mártir, con manifiesto y puñetero cachondeo.
El yoyó.
Jugar al yoyó, o bailar el yoyó, para mejor decir, fue algo de tal magnitud, que llegaron a celebrarse campeonatos a nivel nacional. Nosotros, más humildes, nos conformábamos con no hacernos un lío cuando lo soltábamos de la mano con la intención de que no bajara muerto y subiera enroscándose con alegría, para poder repetir una y otra vez la operación. Cuando fuimos ya un poco más diestros en la materia, además de subirlo y bajarlo con alegría, lo lanzábamos para delante y para atrás, y dábamos vueltas enteras sin que dejara de bailar. El yoyó en cuestión era un aparatito circular de plástico, parecido a un carrete de pesca de lombriz, formado por dos circunferencias unidas por el vértice, donde se anudaba un cordel como de metro y medio de largo, con el fin de enroscarlo para que, al lanzarlo, se desenroscara y lo hiciera bailar. Lo bueno de este juego -si es que así se le puede llamar- era que no tenía reglas, ni normas, ni cuadrillas que formar. Lo malo, que en cuanto lo bailabas un rato, como no era un juego participativo, estabas deseando ir a la Plaza a juntarte con toda la chiquillería y ponerte a jugar al marro, al encuentro o al burro, que eran juegos de verdad.