lunes, 27 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Pescar a mano.
Pescar a mano era uno de los pasatiempos más emocionantes que tuvimos siendo niños -nacer en un río como el nuestro es un privilegio reservado solamente para elegidos-. Desde bien chiquititos, calderito de playa en ristre, andábamos de calle detrás de las cucharetas, poniéndonos de agua como un cristo. Después, siguiendo la metamorfosis, fueron las ranas, con cola y sin ella, las que nos toreaban a pesar de su tamaño tan reducido. Cuando fuimos un poco más mocitos, nos dedicábamos a coger los cangrejos que se metían en los agujeros de los muchísimos ladrillos que había depositados en el lecho del río, tapando con nuestras inocentes manos los seis agujeros por ambos lados -también los había de dos y de tres, pero esos los dejábamos para otros- y, tras sacarlos del río los volvíamos hacia arriba para que cayera toda el agua que tenían dentro, y los golpeábamos contra una piedra para que salieran los seis cangrejos que no sé qué extraña razón se refugiaban siempre en ellos. El siguiente desafío fue pescar bobos -quién sería el que les puso este nombre- a tenedor, persiguiéndolos mañana y tarde a lo largo del río -se desplazaban de piedra a piedra, avanzando muy poquito- terminando la jornada con los bolsa vacía y los riñones deshechos. Cansados -humillados, diría yo- de perseguir inútilmente a estos rarísimos peces, que a pesar de llamarse bobos se reían miserablemente de nosotros, desde lo alto del puente de tabla practicábamos lo que dimos en llamar “matacanto”, que no era otra cosa que tirarles grandes piedras a las miles de loinas que se ponían en los friegos -tapaban todo el cascajo-, esperando que tras la andanada, entre la turbidez de las aguas, aparecieran cuatro o cinco panzas blancas flotando. Animados por nuestras primeras capturas y porque nos sentíamos ya muy hombrecitos, pasamos a pescar truchas en las berlañas -que aunque muchos lo hayan olvidado, siempre las ha habido-, que es a lo que en realidad se le llamaba pescar a mano. Como en esta práctica no teníamos ni puñetera idea, cuando hundíamos las manos en una berlaña y notábamos que debajo había algo, pegábamos un chillo y las sacábamos del agua pitando. Después, quitado ya el miedo, cuando teníamos alguna entre las manos, en lugar de sacarla limpiamente de las agallas, como hacían los mayores, arrancábamos media berlaña y salíamos corriendo a la orilla a desnucarla, tirándola con fuerza contra el cascajo, por temor a que se nos resbalara de las manos. El cisco que preparábamos no es para contarlo aquí. Imagínense ustedes a quince o veinte muchachos en traje de baño, corriendo, saltando, chillando y jurando, mientras llenaban de berlañas todo el cascajo. Cuando dominamos esta práctica, siendo ya mayores, pescábamos todo lo que queríamos: cangrejos, bobas, bobos, lampreas, loinas, barbos, zarpeños, sogueros, truchas y anguilas, porque en aquellos maravillosos años había tanta pesca en nuestro río, que, como decíamos antes, salía hasta por los grifos, aunque urge aclarar ahora mismo que ya nunca fue tan divertido.