viernes, 1 de mayo de 2020

Un vídeo para la Historia.

Desconozco si ellos mismos son conscientes del alcance de este pequeño acto. Me consta que no. Pero lo cierto es que estos miembros de “la caravana de la alegría”, con la ayuda de un najerino que ha estado al acecho, han logrado un documento verdaderamente histórico. Quede, pues, aquí inmortalizado, este valioso acto para los restos.

Recuerdos de infancia.

Asaltar las huertas.
El error más grave que alguien podía cometer en aquellos tiempos, era el de decirnos dónde tenía una huerta con árboles frutales. Hacerlo significaba tanto como renunciar públicamente a volver a llevarles jamás un solo fruto a sus zagales. Recuerdo que en una ocasión, Javi, nuestro amigo, con la noble intención de salvar de nuestros asaltos a su abuelo Sixto, nos dijo que no fuéramos nunca a asaltar el avellano que éste tenía en la orilla del río, y sin terminar de decírnoslo, ya lo habíamos dejado hecho cisco. ¡A quién se le ocurre! Por lo general, los asaltos los hacíamos por la noche, después de haber seleccionado los cerezos, manzanos, perales, melocotoneros, melonares, sandiales o fresales que íbamos a visitar para mitigar el hambre, en los paseos vespertinos, y siempre íbamos en cuadrillas grandes para intimidar al enemigo. Esto, visto así, podría ser hasta disculpable; lo que pasa es que a la hora de la verdad, la huerta que visitábamos quedaba para el arrastre. Imagínense ustedes, amigos lectores, a un batallón de hambrientos mozalbetes andando totalmente a oscuras por un fresal -peligraban hasta los limacos-, cogiendo las fresas a puñados, y destrozando con sus torpes pisadas todos los renques. O imagínenselos  subidos a un cerezo, a un peral o a un manzano, tirando por cada fruto que cogían, veinte. A pesar del riesgo que ello suponía, también visitábamos las huertas por las tardes, por más que nos corrieran a pedradas los dueños, o por mucho que le pusieran, para intimidarnos, escopeta a Tivo -el guarda Primitivo-. Es tos asaltos solían ser a los avellanos y cerezos -sobre todo los de Tricio-, y cuando teníamos ya más ramas que las que se lucían  el Domingo de Ramos, nos sentábamos en la fachada de la antigua CAZAR, en plena Calle Mayor, a comernos los frutos antes de cenar, dejando el suelo totalmente alfombrado. Algunos artistas -en todas las cuadrillas había alguno-, de cuyos nombres sí me acuerdo, pero no quiero relatarles, lo hacían a cualquier hora del día, llevándose, además, después de haberse puesto las botas en la huerta, una cesta repleta de fruta, lechugas, cebollas y tomates. Esto ocurría durante las vacaciones de verano; pero es que en el período lectivo, en el otoño-invierno, cuando salíamos al recreo, no quedaba manzano ni peral sano. Hasta aquellas gigantescas y sabrosísimas peras de invierno que los incautos hortelanos extendían en el suelo de sus casillas de aperos,  corrían serio peligro. Tal era el hambre que de esos exquisitos frutos teníamos entonces los niños. He de aclarar inmediatamente -sírvame ya la aclaración para posteriores escritos-, antes de que me ponga como hoja de perejil algún lector indignado u ofendido, que yo no apruebo ni desapruebo lo que escribo. Simplemente, me limito a escribir mis recuerdos -que son los de todos los que entonces éramos niños- y como los recuerdo los escribo. No hacerlo así, sería negar una parte muy importante de la historia -la nuestra, nos guste o no-, y negarme a mí mismo. Hecha la aclaración, doy el artículo por concluido.