viernes, 3 de diciembre de 2010

El escondite.

   Este fue uno de los juegos más sublimes y hermosos de cuantos hayamos podido practicar siendo niños. Ningún otro puede comparársele por lo atrayente y delicioso que para nosotros era (tanto para las niñas como para los niños) encontrarse en los rincones más oscuros, agarrándonos con irrefrenable e inocente deseo después de habernos toquiteado todo el cuerpo, y permanecer abrazados en completo silencio del modo más dulce y tierno, deseando que quien tenía que encontrarnos no lo hiciera nunca, para que durase eternamente el juego.
   Los que la quedaban, a su vez, hacían exactamente lo mismo: en lugar de palparnos la cabeza o aquello que fuera más característico en nosotros para conocernos, nos metían un repaso cojonudo por todo el cuerpo, gritando que habías sido descubierto, cuando a lo peor tenían sus manos puestas en tu lugar más íntimo y secreto.
   A este divino y entrañable juego, que en nuestra jerga infantil denominábamos “esconderite”, jugábamos siempre niñas y niños y, a pesar de que lo impoluto no precisa ocultarse, lo hacíamos casi siempre por la noche en cualquier lugar en el que hubiera portales, cuadras, carros, árboles, arbustos o setos en los que esconderse, y era de lo más emocionante y palpitante, tal y como puede desprenderse de lo hasta ahora dicho. Ni tan siquiera aquello de jugar a médicos que practicábamos siendo aún más niños, y que no era otra cosa que el levantarles las faldas a las chicas para verles en toda su plenitud las bragas, so pretexto de ponerles una “indición” (inyección) en el culo, puede comparársele.
   No obstante y aún así, a pesar de lo subliminal del escondite, por alguna extraña razón de la naturaleza, que desde que nacemos nos lleva y nos trae a vueltas con el sexo, este juego fue muy efímero en nuestras asilvestradas vidas, que como tales, necesitaban de otras aventuras y de otros juegos. (En la fotografía que encabeza el relato, solo falto yo: ¡dónde coño estaría!)
DE MI LIBRO “RECUERDOS DE INFANCIA”.