jueves, 23 de junio de 2016

De cómo fueron cambiando los sanjuanes.


     Desde que el difunto Paco Luis diera en abrir la Discoteca Dino en fiestas, los sanjuanes comenzaron a cambiar aceleradamente, perdiendo para siempre jamás, aquel  encanto tan especial que los caracterizaron, por ser unas fiestas sin igual. Ya nadie se quedaba bailando y cantando por todas y cada una de las calles de la ciudad, hasta hacer jirones la ropa y desgastar las zapatillas de esparto de tanto brincar, disfrutando como locos con los sones que incansablemente nos marcaban “Matías y su gente”, “Los del Té de las Cinco” o la inigualable cuadrilla, “Los que no se rinden”, porque, casi sin terminar de dar las vueltas en la Plaza de España, todos los jóvenes marchábamos a casa más que pitando, a ducharnos y a comer, para echarnos la siesta, y, una vez repuestos del cansancio, ponernos guapos e irnos al baile a ligar. Y así, casi sin notarlo, cuando más resplandeciente estaba el impoluto sol del recién estrenado verano, los jóvenes de mi generación nos encontrábamos en la penumbra de la pista de baile del Dino, bailando suelto al son de “Lluvia de primavera”, de Bebu Silvetti, y “El sonido de Philadelphia”, de MFSB y Three Negrees”, que eran las que siempre nos ponían los discjokey al principio, para ir calentando, mientras los diminutos círculos -¿o eran rombos?- luminosos que por doquier salían diseminados de la grandes bolas de cristal que iluminaban unos potentes focos, jugueteaban con nosotros recorriéndonos todo el cuerpo sin cesar. Cuando la cosa se iba animando, para ir tanteando si teníamos o no el plan asegurado cuando acabara el “suelto” y comenzara el “agarrado”, comenzábamos a echarles el ojo a algunas de las chicas nuevas que a nuestro lado se habían puesto a bailar. Pero lo cierto es que, mientras nosotros estábamos dentro de la discoteca intentando ligar como un domingo o día festivo más, fuera, muchos najerinos disfrutaban de suculentas meriendas, reunidos en envidiable hermandad, en huertas, choperas, bodegas o cualquier otro lugar, siguiendo luego la juerga, hasta que sus cuerpos ya no pudieran aguantar más. En alguna ocasión, estos entusiastas sanjuaneros, ni tan siquiera se iban a comer, y, una vez terminadas las vueltas en la Plaza de España, prolongaban la fiesta en el mismísimo río Najerilla, metidos hasta el culo en sus frías y cristalinas aguas, con instrumentos y todo, o en la explanada de la segunda era del castillo, como una peculiar forma de protestar. Ninguno de ellos se quitaba el atuendo, tantas veces sudado y mojado, como secado, de tanto bailar, con el que habían iniciado la juerga bien de mañanita, almorzando chuletas asadas al sarmiento en el cascajo, para, al igual que nosotros, ponerse guapos e irse a la discoteca a bailar. Y si tenías suerte y ligabas, aún llevabas bien el haberte perdido un día tan especial. Mas si no te comías un rosco, y te ponían, además, la canción “Torneró”, de Santo California, que era de lo más triste que podías escuchar,  sentías ganas de darte de hostias sin parar. Ahora mismo, me consta que sin darse cuenta de ello, los jóvenes de nuestra ciudad, en lugar de apurar todas y cada una de las horas de estos divinos días en los que, merced a los sones de las Vueltas, que tan metidos en la sangre llevamos, y a los lingotazos de vino que entre pecho y espalda nos metemos en los típicos almuerzos, para poder aguantar, aflora generosa y desnuda toda la bondad que hay en nosotros, convirtiéndonos en los hombres más desinteresados, solidarios, juerguistas y alegres del lugar, los están convirtiendo en unos días de botellón más, acabando así, casi por completo, con la magia de las fiestas de San Juan. ¿Recapacitarán algún día? ¡El tiempo lo dirá!