martes, 14 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

El Marro.
Para jugar al marro, nos colocábamos dos de nosotros a unos metros de distancia e íbamos acercándonos, paso a paso, juntando nuestros zapatos, hasta montar el del contrario y poder elegir al jugador más escurridizo. Posteriormente,  el que había perdido hacía lo propio, y vuelta a empezar hasta que no quedaba ningún jugador que elegir. En este juego no había límites: todos los que estábamos jugábamos. Una vez conformados los dos equipos, elegíamos banco -en la Plaza de España- y comenzábamos el juego, que consistía en salir de tu banco a la captura del que había salido del suyo, teniendo ventaja quien había salido el último. Era como una guerra de misiles: lanzado uno, se lanzaban todos a la caza de todos. A los que íbamos cogiendo los colocábamos  en cadena agarrados de las manos, siempre tocando nuestro banco, ya que de lo contrario no podían darles mano. Cuando solo quedaba un contrario, éste salía de su banco pitando y se iba por las callejuelas del casco antiguo para aparecer por el Juzgado o por la lechería del señor Urbano, si el banco contrario era el de la Relojería Azofra, o por las Calles Mayor o Cantarranas, si lo era el de la Carnicería Sofi, e intentar burlar nuestra vigilancia y dar mano, librando así a todos sus compañeros sin ser atrapado. Nada más abandonar su banco -ya estaba en desventaja-, salíamos detrás de él seis o siete de nosotros a darle caza, mientras los demás se quedaban vigilando atentamente la gran cadena humana para que no les diera mano. Si quien había quedado el último era el “Traperín”, la teníamos todos clara -siempre nos la clavaba, el traidor-, se metía en su casa, en la calle el Hórreo, a comerse el bocadillo de tortilla que su madre, la señora Victoria, le había preparado para cenar, y hasta que no se lo zampaba, no aparecía por ningún lugar. Huelga decir que entre tanto, todos los demás estábamos desesperados: unos esperando que les diera mano, y otros deseando cazarlo. Cuando aparecía, se hacía el fatigado, cual si hubiese estado corriendo delante de los contrarios por todos los barrios. Si burlaba la vigilancia y daba mano, sus compañeros no le decían nada, pero si no era así,  le echaban unas broncas de espanto. El juego concluía cuando un equipo lograba atrapar a todos los componentes del otro.
El Encuentro.
El encuentro comenzaba  con aquello de “chúpamela” o “córtamela”, que cualquiera de nosotros decía tras escupir en el suelo para donar: una, dos, tres, cuatro… ¡basta!, cinco, seis…, hasta veintiuna aceituna,  que era quien la quedaba quien la quedaba y tenía que ir bordeando la Plaza de España, en dirección contraria a los demás, para al llegar a su altura intentar darle caza a uno de ellos -era muy parecido a la “ía de correr”-. Cuando cogía a uno, éste se unía a él, agarrado de la mano, y así sucesivamente hasta no quedar ninguno con el que poderte cruzar -era obligatorio- en tu camino. Cuando la quedaban ya nueve o diez, este juego era apoteósico, ya que, además de ser estrecha la calle, lo que hacía que no pudieran caminar cómodamente, estaban las columnas de hierro de la balconada de la Falange y los bancos y árboles de la Plaza, para poder burlarlos haciendo piruetas por los aires, terminando, casi siempre, todos ellos por los suelos al intentar cogerte. Poquitos juegos alcanzaban un momento tan apasionante como el de encontrarte con una presa o cadena humana de quince o veinte críos y lograr burlarla sin que pudieran cazarte. Este juego -como casi todos- terminaba cuando el que la quedaba había cogido a todos los demás -cosa harto difícil por lo ya explicado-, y se llamaba encuentro por aquello de ir unos por cada lado de la Plaza hasta encontrarse, como también ha quedado reflejado.