jueves, 30 de abril de 2020

Recuerdos de infancia.

Los guateques.
Como quiera que las cosas inocentes y puras no precisan ocultarse, los chicos de mi generación montábamos los guateques al aire libre, en cualquiera de los muchísimos parajes naturales que esta bendita ciudad tenía -cuando aún era una ciudad idílica-, bailando con las chicas de la cuadrilla al son que nos marcaban  los Bravos, los Sirex, los Ángeles, los Brincos, los Beatles, los Mústang…, en aquellos tocadiscos Philips de maleta de plástico, hasta bien entrada la noche, cuando la coqueta luna se observaba sin cesar en las límpidas aguas del río Najerilla. El lugar elegido dependía en gran parte de dónde estuviéramos pasando la tarde ese día; si era entre los purificadores y aromáticos pinos del Castillo, el guateque se preparaba en los depósitos del agua de boca que, como por arte de magia, en una flamante discoteca se convertían. Si estábamos jugando en las frondosas choperas, éste se montaba en la Fuente de la Estacada, manantial de aguas medicinales y gélidas, Si andábamos mangando algo por las feraces huertas, el escenario era una casilla de aperos que alguno de la cuadrilla tenía. Si nos hallábamos tomando la fresca por las confortables riberas, se desarrollaba en el mismísimo río, entre azahares, mimbreras, saúcos, zarzamoras y silvestres campanillas. Como pasaría después, de más mozos, en los célebres chamizos,  nunca estábamos parejas a la hora de bailar y tenías que conformarte con esporádicos escarceos amorosos cuando, después de bailar un montón de melosas canciones -que duraban siglos- con tus insolidarios compañeros, cogías por fin a la chica de tus sueños y, dejando volar tu imaginación, recorrías -o lo intentabas, al manos- su grácil cuerpo con tus indecisos y torpes dedos, permitiéndote todo tipo de pueriles fantasías. ¡Cuán dulce y maravilloso era un simple roce de piel! ¡Cuán excelso un beso, aunque este fuera en la mejilla! Fueron tan sublimes para nosotros estas experiencias vividas en tan majestuosos escenarios, que quedaron grabadas en lo más profundo de nuestros enamorados corazones para el resto de nuestros días, no siendo ya capaces de desarrollarnos como personas adultas alejados de estas benditas maravillas. Todas nuestras actividades giraron en torno a ellas. Ya fuera bañándonos en las frescas aguas del río Najerilla; ya merendando en sus arboladas riberas; ya retozando en las umbrías y sensuales choperas; ya paseando por las feraces huertas en tiempo de fruta; ya cortejando entre los añosos plátanos del Paseo con tu chica… Nada era posible, ni tan siquiera imaginable para nosotros, que no estuviera ligado a estos dones divinos que a los ingratos najerinos nos legó la diosa fortuna.