miércoles, 6 de febrero de 2019

Recuerdos de infancia.

El Viático.
En mi niñez, cuando un najerino se encontraba muy enfermo, no sé bien si por mandato de los familiares o de la iglesia, era visitado por un cura y dos monaguillos para darle el Viático o la extremaunción, como ustedes quieran, lectores míos, que no era otra cosa que rezarle unos padrenuestros y bendecirlo con agua bendita al son de una campanilla, para que cuando la parca viniera a por él, lo encontrara limpio de todos los pecados que en vida hubiera podido cometer, y los serafines lo condujeran directamente al Cielo, a sentarse a la derecha de Dios Padre, tal y como nos indicaba el catecismo. En el recorrido desde la iglesia hasta el domicilio del enfermo, todo el que se tropezaba con nosotros se postraba reverencialmente, al tiempo que se santiguaba. Y digo “nosotros”, porque yo he asistido a muchos Viáticos a pesar de que ahora mismo, a la hora de teclear estas líneas, no cese de preguntarme cómo coño era posible que yo estuviera en misa y en la procesión al mismo tiempo. Es decir, que el Viático, en muchísimos de los casos se daba en horas de colegio, por lo que me resulta dificilísimo comprender mi asistencia a ellos. -Alguna “picia” he hecho, pero tantas.- Al margen de esta interrogante, recuerdo que en una ocasión, estando enfermo mi abuelo “Morgón”, a Paraguayín y a mí no se nos ocurrió mejor cosa para matar el rato que ir a su casa a darle el Viático. Cuando llegamos a ella con todo el material litúrgico bien escondido, le dijimos a mi abuela Sofía que íbamos a visitar al abuelo, por lo que ella, tras besarnos con ternura, se desentendió de nosotros y siguió a lo suyo en la cocina. Al observar que tardábamos, se dirigió a la habitación y se quedó totalmente lívida al sorprendernos a los dos arrodillados, uno a cada lado de la cama, con dos grandes velas encendidas, las estolas en el cuello y el misal y la campanilla en las manos, dándole el Viático a su marido, como si antes de que muriera, ya quisiéramos enterrárselo. La reacción primera de mi abuela fue la de gritarnos con gesto severo, pero casi al instante, riéndose disimuladamente -parece que la estoy viendo con aquella preciosa cabellera blanca como la nieve, moviéndose de arriba abajo, mientras su dulce barbillita bailaba en su linda cara rítmicamente-, nos despachó a los dos de la habitación y nos sirvió un caldito calentito en la cocina, para agradecernos nuestra buena intención, pues, al fin y al cabo, fue eso lo que nos movió a llevar a cabo semejante acción: la noble intención de que mi abuelo muriera en la gracia de Dios. Cuando nuestros ancianos morían, eran llevados a hombros desde su domicilio hasta la iglesia y desde ésta hasta el cementerio con una solemnidad increíble. Todo el mundo se prestaba a ello. Pero antes de eso, como morían en sus casas, eran velados allí mismo por cantidad de familiares, vecinos y amigos que, entre copita de anís o moscatel y mantecados, iban repasando sus vidas, poniéndose al corriente de todos los pormenores, hasta la hora del sepelio. Si el difunto había sido músico, como era el caso de mi abuelo, la Banda Municipal de Música interpretaba para él, como homenaje último, la Marcha Fúnebre durante todo el trayecto.