miércoles, 20 de julio de 2011

El cine en nuestras vidas. (1)

Fachada actual del Cine Doga.
     Ya que andan por ahí mis Amigas Blanca y Margary, preguntando por los nombres de los porteros de los cines (se nota que no han comprado mi libro), os voy a colgar en dos veces este recuerdo de infancia mío.
   “Desde bien chiquititos, cuando, después de empujarnos e insultarnos como arrabaleros mucho antes de que abrieran la taquilla (la abrían a las cinco y para las cuatro ya estábamos esperando un verdadero ejército), nos liábamos a golpes en las grandes colas que se preparaban para sacar las entradas, el cine representó para nosotros una válvula de escape inmejorable, y no por lo que cualquier Cantor pueda pensar: Vivir aventuras, librar batallas, salvar y enamorar a princesas…, sino porque, hasta que los tres cines cerraron sus puertas, descargábamos en ellos todas nuestras iras.
   Al principio nos conformábamos con avisar al chico bueno cuando el malo le iba a pegar cuatro tiros por la espalda, y con aplaudir (que tiene cojones) al “Séptimo de Caballería” cuando masacraba infamemente a los pobres indios para quitarles sus tierras, y, cuando nos habíamos bebido la gaseosa, tirar rodando la botella para que bajara haciendo ruido por la inclinada tarima. Después, a medida que íbamos creciendo, la cosa ya fue a mayores y, a parte de reír las gracias y los eructos de los ocurrentes (mi primo Gerardo y Félix eran capaces de decir todo el abecedario sin dejar de eructar), echábamos polvos del hachís y bombas fétidas, y encendíamos cerillas de las moscas, con lo que en más de una ocasión tuvieron que vaciar los cines para airearlos y llenarlos de aquel ambientador tan característico, que más que alegrar, amargaba nuestras vidas.
   En cada uno de los cines seguíamos una determinada conducta. Así, por ejemplo, en el Doga nos sentábamos todos los guerreros arriba, en gallinero y anfiteatro, y cuando todo estaba en silencio, una potente voz decía: “Señor Ñano, una cucaracha; ¿la dejo o la mato?” Y otra voz, no menos alta, contestaba: “¡Mátala!” Y entonces todos nosotros pateábamos con fuerza la tarima del suelo produciendo un ruido ensordecedor, que el señor Ñano (en realidad era Niano, de Justiniano), por más que nos desafiara, nunca impedía. Cuando este buen hombre (cuánta paciencia tuvo que tener) se jubiló, le tocó a Chuchi “Belia” sufrir nuestras travesuras".