domingo, 3 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Pobladores de nuestras calles.
En aquellos tiempos, era frecuentísimo encontrarte por la calle a lecheras, panaderos, repartidores de bebidas y paquetería, vendedores de cisco, al azafranero… Los más madrugadores eran los panaderos, que portando cantidad de barras de pan en un carro pequeño con un gran cajón de madera, iban repartiéndolo bien de mañanita por casas, bares y comercios. Y aunque había varios, yo recuerdo especialmente a Juan Cruz Ojeda, “Carriola”, del que llegué a ser buen amigo, que todos los años por carnaval, no sé por qué razón, me obsequiaba con un bollito de pan con chorizo dentro. Después eran Bernal y Rufino, “el campiñarri”, los que iban repartiendo por los bares de la ciudad, el primero con una rudimentaria carretilla de madera con una rueda de hierro, las barras de hielo que hacían en la fábrica de gaseosas del señor Eusebio, y el segundo, las cajas de cervezas y refrescos que su jefe, Ignacio, le cargaba en un carro pequeño. A cualquier hora de la mañana o de la tarde, podías tropezarte con los señores Alfonso y Valentín, repartiendo en pequeños carros, también, la paquetería que los autobuses de Angulo y Guinea, principalmente, habían dejado amontonados en la balaustrada del puente de piedra, que era donde tenían la parada, por tiendas y comercios. Las lecheras solían repartir por la tarde, portando la leche en un pequeño carrito de ruedas de goma, en el que llevaban, además de las candajas -cuatro creo que eran-, toda clase de medidas, con aquellos cazos tan curiosos. Iban de portal en portal, avisando a viva voz a sus clientas, y, por lo común, apuntaban en una libreta la cantidad que le habían depositado en el cueceleches a cada una de ellas, porque compraban al debo. En otoño, eran los vendedores de cisco los que transitaban nuestras calles, llevando del ramal a una mula cargada con cuatro sacos de cisco, que intentaban venderles a buen precio a nuestras madres, para calentar el brasero en invierno. Estos personajes nos llamaban muchísimo la atención, porque iban siempre totalmente negros. También en otoño caminaban por nuestras calles, sobre todo donde había bodegas o envases, los vinateros, con aquellos pellejos de vino, que a nosotros se nos antojaban cerdos, apoyados en una hombrera de cuero, superpuesta en una camisa azul, que, al parecer, era el uniforme de los de ese gremio. Y en cualquier época del año, podía aparecer el azafranero, un hombre alto y fuerte, con un traje de pana marrón, que portaba en sus grandes manos una cajita pequeña de hojalata, atada con una tira de cuero que le servía de asa, donde llevaba los hilitos de azafrán y una minúscula báscula con sus diminutas pesas, para pesar, si es que vendía, el azafrán, un producto prohibitivo para todos nosotros, porque era más caro que el mismísimo oro. Y no quiero terminar sin añadir también, que además del ajero, aquel señor que portaba en sus hombros las ristras de ajos, el difunto Pedro Nájera y su hijo Santos, recorrían nuestras calles vendiendo ¿refrescos o pan?, en una curiosa bicicleta de tres ruedas, que portaba en la parte delantera un gran cajón con una barra de hierro que hacía de manillar. Y que igualmente, la panadería Ochoa hacía lo propio, repartiendo el pan con un motocarro pequeño.