domingo, 10 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

 
El hombre de la pata de palo.
Nunca supe quién era ni de dónde venía. Pero cada año, en nuestras fiestas septembrinas, ahí estaba él, con su pata de palo, tocando el saxofón a la hora de los toros, solicitando nuestro favor con el estuche de su instrumento abierto, y unas monedas de dos reales esparcidas en su interior a modo de reclamo. Se ponía en el otrora espigón de tierra del Paseo, a mitad de camino entre el Hotel San Fernando y la Plaza de Toros El Ruedo, amenizándonos el recorrido, tocándonos con su saxofón pasodobles toreros. Yo pasaba todas las tardes media docena de veces por su lado, cual si fuera un empedernido aficionado. Pero lo cierto es que no tenía ni el dinero ni la afición suficiente para entrar a los toros. Lo único que de verdad me importaba y quería, era escuchar sus, para mí, melancólicas notas y observar su pata de palo. Su rostro reflejaba una terrible tristeza, y su mirada, siempre gélida y lejana, permanecía ajena a todo lo que a su alrededor acontecía. De su saxofón fluían notas en forma de lamentos, que nadie, o muy pocos percibían. Sus pasodobles toreros no eran alegres como los de los otros. Éstos hacían que se te estremeciera el cuerpo y se te helara el corazón. Era como si por las notas musicales de su saxofón aflorara un infinito dolor denunciando no sé qué injusticias. Y aun así, nunca fui capaz de depositar en el estuche abierto de su instrumento, la moneda de dos cincuenta que mi padre me daba de paga. Un año acudí a mi particular cita y no estaba. Volví una y mil veces por si se había retrasado, mas no apareció. Se había ido de nuestras vidas como vino: sin hacer ruido, sin darnos cuenta. Ya no podré saber nunca quién era ni de dónde venía. Pero sé a ciencia cierta, que hoy, después de cuarenta años de lo aquí descrito, sigo echando de menos su lastimera presencia. Solo le pido al cielo, que allá donde quiera que se encuentre, sus alforjas rebosen de paz y de gloria. ¡Así sea!