sábado, 9 de mayo de 2020

Recuerdos de infancia.

Cucañas y Charlotadas.
De las fiestas de San Juan Mártir y Santa María La Real, el día más hermoso fue siempre el último, el 18 de Septiembre, porque nos permitía, además de divertirnos como locos, recaudar dinero para acudir a las “Grandiosas Charlotadas” que por la tarde protagonizaban “Morgón y su gente” en la vieja Plaza de Toros El Ruedo. Nada más tomarnos el colacao en nuestras casas, todos los amigos que vivíamos en el casco antiguo arribábamos a la margen derecha del río Najerilla, para enterarnos con antelación en qué iban a consistir las pruebas de las cucañas, y distribuirnos por equipos para participar en todas ellas, con el propósito de sacar el dinero suficiente para poder comprarnos las entradas. Una vez formados los equipos, estudiábamos sobre el terreno en qué prueba podíamos tirar más labor cada uno de nosotros, para intentar ganar en todas. Y así, llegada la hora anunciada públicamente en los carteles, unos comían chocolate con los ojos tapados en el viejo quiosco -lo de comer es pura metáfora, pues terminaba casi todo en la camisa y en el pantalón, en las piernas y en los brazos-; otros trepaban -o lo intentaban- por el madero embadurnado de jabón; otros corrían carreras de sacos; otros participaban en la subida al castillo, y, finalmente, otros llenábamos bidones de 200 litros, transportando calderos de agua desde el río Najerilla hasta el espigón del Paseo, que es donde estaban colocados. En una ocasión -andaríamos mal de gente, seguro- Manolo por poco se nos muere a escasos metros de la meta, en la prueba de la subida al castillo, por haber participado con anterioridad en la chocolatada del quiosco -encima se pondría las botas ese día-, al sufrir una especie de corte de digestión que lo dejó tirado como un trapo en el suelo. Por si las huchas de barro escondían algunas monedas dentro, los más pequeños de nuestra banda participaban en este tradicional juego que, aunque te reportaba alguna alegría, te ponía como un cristo de agua y harina. Las pruebas de natación las dejábamos para otros, ya que siempre las ganaban o mi primo Ramón o Manzanares, y además el agua estaba helada. ¡Cualquiera! Al final, terminadas todas las pruebas, contábamos ansiosos las ganancias, hacíamos números para ver si todos nosotros podríamos ir a la “Charlotada”, y, exhaustos y más negros que un carbonero, nos dirigíamos felices al fielato a por las ansiadas entradas. Por la tarde, más contentos que unas pascuas, asistíamos a algún juicio, o alguna operación a vida o muerte, o a algún encarcelamiento, o a algún viaje a la luna, o a alguna boda que se celebraba esa tarde en El Ruedo, donde “Morgón y su gente” -el Jovito, Francisquillo, Fari, los Marchenas, el Rojo…- hacían las delicias de todos nosotros desafiando a las bravas vaquillas que les soltaban cuando menos lo esperabas. En una ocasión, cuando Morgón tuvo que operar a vida o muerte a Ricardo el Jovito por haberle cogido la vaquilla, y le sacó las tripas sin cortarse un pelo, algunos espectadores se pusieron malos, ignorando que lo que en realidad le sacaba al infortunado compañero era una asadurilla de cordero que previamente le habían colocado estratégicamente, y tuvieron que ser atendidos por el médico. ¡Qué puñetero eras, Benedicto! El contenido de las “Charlotadas” nunca era anunciado con antelación, por lo que acudías sin tener ni puñetera idea de lo que ibas a ver. De hecho, en alguna ocasión, tras sonar el clarín y abrirse la puerta de toriles, en lugar de salir una vaquilla o un novillito, aparecían Francisquillo montado en un coche de juguete, y Morgón empujándole, arrancando del público sonoras y prolongadas carcajadas. Después, lo dicho, igual se casaban, que se juzgaban, que se operaban, que se encarcelaban, que se iban a la luna… ¡Todo podía suceder! Terminada la “Charlotada”, los corredores de vaquillas nos ponían a todos los pelos de punta, con aquellos recortes tan magistrales que protagonizaban, y después, para terminar el festejo, casi todos corríamos delante de algún novillito pequeño, más que nada, por salir por la puerta grande con los maestros, recibiendo estentóreos aplausos y vítores del numeroso público que abarrotaba la Plaza de Toros. Desde El Ruedo hasta la Plaza de España, todos cantábamos y bailábamos al son que nos marcaban las Peñas “Los Secantes” y Los Inconquistables”, que solía ser aquello de: “La Maricarmen no sabe coser/ ni con aguja ni con alfiler/ pobrecita Maricarmen/ quién te ha visto y quién te ve/ que antes te quería mucho/ y ahora no te puedo ver”. / Cuando llegaba la fatídica hora de irse a casa, la certidumbre de que al año siguiente íbamos a tener la oportunidad de vivir otra vez un día tan hermoso como éste, nos impedía ponernos tristes, y todos dormíamos a pierna suelta después de haber vivido tantas emociones.