miércoles, 28 de noviembre de 2018

Recuerdos de infancia.

El picazo.
Este era uno de los juegos más crueles y disputados de cuantos hayamos practicado toda la chiquillería de la ciudad. Antes de iniciarlo, todos nosotros practicábamos el célebre ritual de transformar por completo la trompa para que adquiriera las formas más vistosas y diversas al bailar. Nada más comprarla, le cortábamos el rabo rojo que tenía en la parte posterior -no hacerlo era de mariquitas-, y le sacábamos el clavo para meterle carajones -excrementos de caballo- en la oquedad, para que no se nos saliera jamás. Una vez hecha esta operación, la pintábamos completamente de diferentes colores y clavábamos chinchetas en la parte posterior, donde había estado el rabito rojo, para que, además de hacer bonito al bailar, evitaran que nos la partieran en el juego por la mitad. Cuando ya estaba lista del todo, preparábamos el cordel, anudándole la moneda de dos reales de agujero al final, para poder enroscarla con más fuerza, y que fuera más viva al bailar. Una vez listas las armas, marcábamos con un palo un gran círculo en el suelo -siempre jugábamos en suelos de tierra- y dentro de él, en el centro, se marcaba otro chiquitito, que era donde dejaban la trompa quienes hacían mala, y comenzaban las tragedias para unos, y para otros las gozadas. El juego consistía en lanzar con fuerza la trompa dentro del círculo grande y, tras cogerla con la mano abriendo en forma de uve los dedos índice y corazón, llevarla bailando hasta el circulito pequeño. Si alguno no conseguía hacerlo por no haberle bailado la trompa o por haberlo hecho muerta -esto era cuando bailaban a tumbos, sin fuerza-, tenía que dejarla dentro del circulito para que se ensañaran con ella los demás. En este juego, como en todos, siempre había grupitos de artistas -cabronazos- que se ayudaban, y de pardillos -comparsas- que irremediablemente palmaban. Los primeros, si alguno de ellos hacía mala, enseguida sacaban la trompa fuera de los círculos, dándole golpecitos suaves o corriéndola con el cordel, sin que la trompa liberadora dejara de bailar. Cuando los eternos perdedores habían dejado cinco o seis trompas en el círculo pequeño, comenzaba la auténtica gozada: enrollábamos con fuerza el cordel, chupando la parte deshilachada del principio para que se adhiriera mejor en la trompa, y, girando el cuerpo todo lo que podíamos, la lanzábamos con toda la mala leche del mundo sobre ellas, con la sádica intención de romperlas. Conviene aclarar ahora mismo que esto no era tarea fácil, ya que eran de madera de haya, pero, para gozo y disfrute nuestro, y escarnio y desolación del que le tocaba, todos los días terminaba alguna partida en dos, o totalmente rajada. Quizá quien esto lea, sobre todo si es muy joven, crea que esto era una pijada, que no tiene importancia, pero en aquellos tiempos, el que te rompieran la trompa era una auténtica tragedia. Eso significaba estar muchos domingos a verlas venir, para comprar otra con las pagas.