domingo, 14 de junio de 2020

Bardahl.

Cuando hace unos meses estaban derribando el pabellón donde mi amigo Enrique Solozábal lavaba los coches de todos los najerinos -y nos bañaba con la manguera a todos los jovencitos que pasábamos por allí mientras lo hacía-, y les cambiaba el aceite, vi la pegatina de Bardahl pegada en una de las paredes, y me retrotrajo inmediatamente  al taller de motos que mi admirado Elías Maestresala tenía en el edificio número nueve de la calle Villegas, y a la gasolinera que durante cinco años regenté junto a mi bienamado padre. Y es que Elías y yo mantuvimos una relación muy estrecha gracias al Bardahl. Este entrañable najerino se dedicaba a vender y arreglar motos, y cuando yo lo conocí, tenía tanto trabajo, que le ayudaban, su hija Oli, primero, y su hijo Manolo, después. -También su hijo Tirso, hizo sus pinitos allí-. En aquellos años, los setenta, casi todos los najerinos y los habitantes de los pueblos vecinos tenían una Mobylette, que era la marca de ciclomotor que él representaba; por lo que tenía trabajo a patadas. Ver trabajar a este entrañable najerino era una auténtica gozada. Era chistoso, jocoso, abierto y directo; y si alguien no hacía lo que él le ordenaba, no le arreglaba la moto. Recuerdo como si fuera ahora mismo, que a todos sus clientes les aconsejaba echarles a las motos gasolina con Bardahl, que era un aceite que solo vendía yo en el surtidor de gasolina que tenía junto al Restaurante “Las Pericas”, y que era algo más caro que el de bidón o el Repsol. Cuando alguien aparecía por el taller a arreglar la moto, Elías, nada más verlo con ella en la mano, le preguntaba: “¿Le echas gasolina con Bardahl?”, si el cliente decía que sí, no pasaba nada. Mas si decía que no, pegaba un sonoro juramento y le espetaba: “¿No te he dicho mil veces que le eches gasolina con Bardahl?” “¡Pues ahora te jodes, que no te voy a arreglar la moto!” Y al escribir este hermoso recuerdo, después de medio siglo, he caído en la cuenta de que esa obsesión que este buen hombre tenía con el aceite Bardahl no era casual: Elías y mi bienamado padre eran quintos y amigos, y, como ya ha quedado dicho, el Bardahl solo lo vendíamos Benedicto y yo. Por consiguiente, queda meridianamente claro que este entrañable y genuino najerino, era, sin siquiera sospecharlo nosotros, nuestro generoso benefactor.