domingo, 17 de mayo de 2020

¡Y al fin voló!

Ayer por la tarde, cuando dábamos el paseo de los confinados, nos encontramos en pleno camino un Águila Harris maltrecha, que apenas podía caminar. Después de haber llamado al 112, anduvo a trompicones hasta una viña cercana, donde reposó en una de las cepas durante media hora aproximadamente. Y, unos minutos antes de que llegara el Agente Forestal al que habían enviado a socorrerla, el Águila alzó el vuelo. Se da la circunstancia de que a pesar de formar parte de la familia del busardo o águila ratonera, es conocida popularmente como Halcón de Harris, uno de los más utilizados en el deporte de la halconería, por lo que dedujimos que el águila llevaba bastantes horas perdida, y al no haber recibido de su dueño el alimento necesario, se quedó exhausta.

Recuerdos de infancia.

Seme catama.
Un juego curiosísimo que nunca supe -ni ahora mismo lo sé- qué significaba, era el “Seme catama”, que se jugaba con balones pequeños y pelotas de goma -aquí usábamos mucho las que venían en las cajas de zapatos Gorila-, y que consistía en botar el balón o la pelota y pasar la pierna sobre él o sobre ella, a la voz de una, luego de dos y así hasta que hicieras mala. Ejemplo: “Seme catama, una, de la pole, pole, una, osmán”… Y tenías que pasar la pierna, haciendo verdaderos equilibrios, cuantas veces llevaras pasadas. A este juego jugábamos chicos y chicas juntos y tenía muchos cantares -el “Seme catama”, era sólo uno de ellos- que urge aclarar ahora mismo, eran cantados también en el juego de la soga. Así, por ejemplo, de este juego era típico el de: “No hay en España, leré -aquí pasabas la pierna-, puente colgante, leré -vuelta a pasar la pierna-, más elegante, leré -más de lo mismo-, que el de Bilbao, riau, riau”. Y aquí se pasaba dos veces. Por increíble que pueda parecer, las chicas eran tan ágiles jugando a esto, que no éramos capaces de verles nada  por más veces que levantaran las piernas. Qué traidoras eran. Y ya que mencioné en un artículo anterior el “Zampabollero, tápame el bujero”, explicaré hoy en qué consistía este juego. Se cogía un trozo de barro y, tras amasarlo cual si fiera la masa de las barras de pan, hacíamos una especie de cazuelitas que, al grito de “Zampabollero, tápame el bujero”, estrellabas con furia contra el suelo para que al chocar contra él, el aire que tenía dentro hiciera un agujero lo más grande posible, que los demás jugadores -no había límite- tenían que reponerte hasta taparlo entero, dejándolos a ellos con muchísimo menos barro, para que cuando te tocara a ti hacerlo, tuvieras que tapar un agujero mucho más pequeño, porque de lo que se trataba el juego, como casi todos,  era dejar a los demás jugadores sin su preciado tesoro. En este juego, tal y como indiqué con anterioridad, el barro no era un material humilde, sino algo muy valioso que defendíamos a cara de perro.
El aro.
Este juego, que a primera vista puede parecer de lo más tonto y aburrido, fue de los más practicados cuando éramos niños. Y ahora mismo, a la hora de escribir sobre él, no paro de preguntarme qué es lo que sentiríamos cuando le dábamos golpes al aro con el palo, poniendo cara de velocidad cual si fuéramos pilotos de Fórmula 1-siempre íbamos corriendo con él-, ya que entonces no teníamos televisión e ignorábamos que existiera incluso el “dos caballos”. Sea como fuere, lo cierto es que con cualquier objeto circular: una llanta o cubierta de rueda de bici; una cubierta de “Guzzi” -o como se ponga-, aquella moto que llevaba en el depósito las marchas; el asa de un cesto; la tapadera de aquellos bidoncitos de cartón que contenían ¿cola?; un hierro…, hasta las cubiertas de las ruedas de las “Vespas” y las “Lambrettas”, que te dejaban desriñonado por lo pequeñas y pesadas que eran, y un buen palo, te ponías morado de recorrer durante horas -íbamos con ellos hasta a los recados- todas las callejuelas de la ciudad dándole palazos  al aro de cuando en cuando. Algunos niños, sobre todo veraneantes, llevaban aros con guías de hierro, comprados en jugueterías, que causaban en todos nosotros un frontal rechazo. ¿Cómo podían comparar la mariconada de ir guiando un hierro, con ir dándole golpes a mansalva a una rueda con un palo? ¡Apañados estaríamos!