sábado, 29 de septiembre de 2018

Las Ferias.


Si algo hubo en nuestra maravillosa infancia que nos llamara la atención de verdad, hasta el punto de sobrecogernos por el impacto que causaba en nosotros, eso fue sin duda alguna la celebración de las Ferias de San Miguel, que tenían lugar del 29 de Septiembre al 3  de Octubre, y congregaban en nuestra ciudad a millares de visitantes de todo el país. Era tal la afluencia de ganaderos, labradores, granjeros, tratantes, tomboleros, barquilleros, charlatanes, jugadores y todo tipo de negociantes, que nuestras madres no nos dejaban salir solos de casa -normalmente, estábamos todo el día en la calle- por temor a que nos perdiéramos entre tanta muchedumbre, o nos raptase algún feriante. Algunos tratantes llegaban a nuestra ciudad unos días antes para buscar cobertizos donde guarecer a sus mulas, caballos, asnos, vacas, cabras, ovejas, cerdos, yeguas, novillos y otros animales, y elegir, de paso, dónde podrían venderlos mejor. Los guarnicioneros llevaban muchos días ya haciendo collarones, albardas, cinchas, alforjas, lomillos, ramales y toda clase de útiles para la ganadería, así como acopio de escobas de brezo, bolas de sal, bozales, varas, cachavitas de madera y las famosas y temibles trallas de los tratantes. Los comerciantes, por su parte, se afanaban en desempolvar cientos de juguetes guardados en las trastiendas de años anteriores, y en desembalar los nuevos para exponerlos en sus tiendas lo más llamativos posible -los feriantes venían cargados de dinero y había que aliviarles el bolsillo.- Y así, tenderos, carniceros y hosteleros se cargaban de provisiones para cuando llegara el acontecimiento. Todo esto ocurría porque en aquellos tiempos apenas había medios de locomoción y los inviernos solían ser muy rigurosos, lo que hacía que muchísima gente de los pueblos limítrofes -sobre todo los serranos- aprovechara la visita para comprar lo necesario para el resto del año -sin olvidarse de los “Reyes Magos”-, por no venir a nuestra ciudad nada más que en Ferias, hecho que dio en llamarse “feriarse algo”. Y, claro, aunque nosotros sí íbamos a tener “reyes” en su tiempo, también queríamos que nos feriasen algo. ¡Faltaría más! El marco en el que se desarrollaba la Feria era de lo más bucólico que imaginarse pueda: Paseo, choperas, alamedas y el mismísimo lecho del río, como muestra la fotografía. La carretera actual del Paseo, que entonces era de tierra, se llenaba por completo de caballos, yeguas, asnos y mulas, desde el Bar Franco hasta la Fuente de La Estacada, atados a los alambres que atravesaban los maderos clavados en el suelo para hacer de puntales, que los tratantes vendían a los agricultores después de haber realizado la consabida prueba de fuerza: arrastrar largas distancias un carro de llantas con el freno echado, y de haber examinado minuciosamente la dentadura del animal, que como no era regalado, sí que había que mirarle el diente. Los asnos se libraban de la prueba de fuerza pero eran examinados con muchísimo más rigor, cosa que no les servía de nada a los incautos compradores, porque los gitanos -verdaderos genios en el arte de vender “burros falsos”-, durante el trato conseguían que hicieran maravillas, pero luego, en casa del labrador, no había forma de moverlos. Los rebaños de bueyes, vacas, ovejas y cabras se apostaban a lo largo del cascajo, en las choperas y en parte del Paseo, haciéndonos cagarnos de miedo, sobre todo las vacas, que nos parecían toros, a todos los de mi edad, y estaban rodeados siempre de una muchedumbre ávida de comprar. Los mayores de nuestra ciudad, unos días antes de la Feria, se tumbaban en el suelo y, tras poner la oreja en la tierra, decían saber a qué distancia estaban ya los rebaños que bajaban de la Sierra. Pepe, el guarnicionero, nos ponía a todos nosotros los dientes largos desde la mañanita, cuando íbamos a contemplar cómo colgaba en su fachada las entrañables cachavitas de colores con rayas negras -¡cómo nos gustaban!-, que nunca podíamos comprar. Los mayores preferían las varas de avellano con la tira de cuero clavada arriba, a modo de asa o agarradera, para recorrer con ellas el ferial. Después de contemplarlas largo rato, nos dirigíamos a las choperas a fabricárnoslas nosotros mismos con ramas de chopo que pelábamos intercaladamente para dejarlas a rayas, como las que no habíamos podido comprar, y nos íbamos ufanos por todo el ferial imitando a los tratantes, personajes carismáticos tocados con guardapolvos negros y temibles trallas. Cuando habíamos recorrido una y mil veces la feria y habíamos cerrado millones de tratos -esto era de mentirijillas-, nos íbamos a comer más contentos que chupín, para volver a salir -en esta ocasión a la Calle Mayor y sus traseras- a contemplar ensimismados los expositores repletos de juguetes colgados en barras de hierro y en los engalanados escaparates, que los comerciantes habían colocado a modo de reclamo, y a visitar a los barquilleros, tomboleros, jugadores, charlatanes y demás personajes que hacían nuestras delicias con aquello de: “Siempre toca, “hay barquillos”, “pruebe su suerte”, “paquete de tabaco a quien tire las tres cajetillas”, “si me compra esto, le doy esto y esto y esto más de regalo”… Los mayores -qué suerte tuvieron los picarones- tenían cine, teatro, pelota, baile, bares y todo aquello que podían desear, durante todos los días de la Feria. No obstante, a pesar de ser para nosotros prohibitivo todo aquello, era tan hermoso, majestuoso e impresionante lo que teníamos en la calle, que no lo echábamos de menos. Cuando yo vivía al lado del Cine Doga, en la calle Cuatro Cantones, y mi habitación daba al patio que separaba la antigua cárcel, hoy Museo Arqueológico, en estas fechas siempre oía llamadas lastimeras de algunos borrachos que, tras haber sido detenidos  por sabe Dios qué causas, se acordaban por las noches de sus mujeres o de sus madres. Cuando las ferias terminaban, nuestra ciudad quedaba totalmente vacía y melancólica, ya que pasábamos de golpe de la juerga y el bullicio, a la soledad, a la escuela y al frío.